El secreto de la sirvienta

57

El duque saltó del caballo y se acercó a toda prisa. La joven recogió las piernas debajo de sí:
—¡Elízar, no te acerques! —dijo en voz más baja, como si no quisiera que nadie la oyera—. Estoy desnuda.
El duque se detuvo, aunque su mirada helada seguía clavada en su espalda. Anwar la atrajo enseguida hacia sí, intentando cubrirla con sus grandes manos para protegerla de miradas ajenas.
—Llegas en mal momento, Elízar.
—¿Mal momento? —el tono de Elízar dejaba entrever su irritación—. El rey ha desaparecido toda la noche y parte de la mañana. Todos pensábamos que había sido capturado por el enemigo, y mientras tanto, en vez de trazar la estrategia militar, seduces a mi chica. La obligaste, ¿verdad? ¿Cómo pudiste?
—Ella no es tuya —gruñó Anwar, y como si temiera perderla, la estrechó aún más contra su pecho—. Ya te lo dije ayer: olvídate de ella.
—Y yo ya te dije que no lo haría. A diferencia de ti, yo sí la amo. Tú solo has usado a Ayne, y en cuanto regreses con tus prometidas, olvidarás que existe. ¿Verdad que todo esto solo lo haces porque te confesé lo que siento por ella? ¿Querías humillarla para que yo dejara de interesarme? Pues te equivocas. Sigo queriendo estar con ella.

Cada palabra era como un clavo oxidado clavándose en el corazón de Evelina. Le dolía, sangraba por dentro. Sabía que Elízar tenía razón. Para Anwar, ella no era más que un pasatiempo fugaz, una aventura de una noche. Se acurrucó contra el pecho firme del hombre como si quisiera esconderse del mundo. Se sentía como una tonta enamorada, incapaz de controlar sus emociones. Se reprochaba su debilidad, haberse dejado llevar por el hechizo de las flores, haber traicionado sus propios principios.
Anwar no dejaba de abrazarla:
—No sabes de lo que hablas. Nunca me interesaron tus mujeres. Y Ayne, en todo caso, nunca fue tuya. Basta de este espectáculo. Ensilla un caballo para nosotros, volvemos al campamento. Y da media vuelta. Mejor aún: espera con los guardias en el bosque, déjanos vestirnos.

Evelina oyó cómo los cascos se alejaban. No se atrevía a moverse, seguía abrazada al hombre, escuchando su respiración agitada y los latidos acelerados de su corazón. Los dedos de Anwar comenzaron a acariciar suavemente su espalda, y su voz, cálida y susurrante, le rozó los oídos:
—Ya está, Ayne. Se han ido. No tengas miedo. Podemos vestirnos y volver.
Ella asintió y se separó con desgana. Vio sus pantalones en el suelo, se levantó, los recogió y se los puso con rapidez, avergonzada. Se sentía usada, pisoteada, despreciada. Se mordía por dentro para no llorar. Anwar, como si lo percibiera, se acercó, tomó sus manos que intentaban atarse la camisa y la obligó a mirarlo. Ya se había vestido por completo, y su expresión era de seguridad absoluta:
—¿Por qué estás triste? ¿Por lo que dijo Elízar? No le hagas caso. Mintió. No pienses en eso —sus labios rozaron con cuidado su mejilla, dejando un cálido beso, y luego bajaron hacia su boca. La besó con ternura, con una dulzura que ella nunca imaginó en él. Como si de verdad sintiera algo. Como si su corazón de piedra empezara a latir por ella.
Sostenía a Evelina por la cintura y, incluso cuando dejó de besarla, no tenía prisa por soltarla.
—No te pongas la armadura. En el campamento encontraremos algo más cómodo para ti.
—¿No vas a enviarme de regreso al palacio?
—¿Y qué haría eso? —rió Anwar y le dio un beso en la mejilla—. De todas formas harías lo que te diera la gana. Vivirás en mi tienda. Pero prométeme algo: cuando empiece la batalla, no saldrás al campo. Te quedarás en el hospital, a salvo. No agotarás tu magia por sanar a todos. Actuarás con cabeza. ¿Sí?

Evelina asintió con inseguridad. No quería prometer algo que no pensaba cumplir. Anwar se agachó y recogió su armadura. La joven se terminó de vestir rápidamente, se calzó, y esperó instrucciones.
El rey tomó su mano y su cuerpo se estremeció al contacto. Caminó a su lado, dócil, admirándolo en silencio. Sentía una ternura especial por él que le derretía el corazón.

En el bosque les esperaba un caballo ensillado. Era gris, de pelaje brillante, y movía la cola con alegría. La mirada furiosa de Elízar hacia Evelina apagó un poco el fuego que ardía en su pecho. Anwar, como si no percibiera la tensión:
—Te ayudaré a montar —la tomó por la cintura, y en un instante, ella ya estaba en la silla. Él se colocó detrás, apoyando su mano en su vientre—. Agárrate de mí.




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