El rey tiró suavemente de las riendas y el caballo retomó la marcha. Un silencio incómodo se extendía entre ellos, sembrando dudas en el corazón de Evelina. Bajo la mirada cargada de reproche de Elízar, Anvar se mantenía cerca, acariciándole con ternura los dedos. Evelina no sabía si esos gestos eran para provocar al duque o si realmente nacían del deseo del hombre que la sostenía.
Salieron a un claro del bosque y Elízar espoleó a su caballo para alcanzarlos:
—¿Ordenarás partir hacia Genisk? Ya hemos perdido medio día.
Anvar no pareció notar el reproche en su voz. Respondió con calma:
—No. Ya enviamos un mensajero. Esperaremos la respuesta de Elvira. Veremos si acepta intercambiar al estimado duque.
—Sabes que se negará. ¿Para qué perder el tiempo?
—Quiero negociar directamente con el duque. El rechazo de Elvira solo hará que considere con más seriedad mi propuesta.
—¿Qué propuesta? —La curiosidad se asomó en la mirada de Elízar.
—Lo sabrás a su debido tiempo —Anvar se inclinó hacia Evelina y su aliento cálido le rozó el oído—. Estás temblando... ¿tienes frío?
Ella negó con la cabeza. No era el frío lo que le hacía estremecer, sino la cercanía del hombre que despertaba recuerdos prohibidos y encendía fuego en sus mejillas. Anvar, con la boca apenas rozándole la piel, murmuró:
—Hoy estás demasiado callada… y dócil. A partir de ahora te daré una dosis diaria de caricias. Veo que te hacen bien.
—No me darás nada —Evelina giró bruscamente el rostro para mirarlo a los ojos, oscuros y descaradamente deseosos—. ¿Ya olvidaste que tienes prometidas?
—Eso es solo un formalismo. Mis noches… son tuyas.
¿Noches? Aquella confesión solo echó sal en sus heridas. Anvar no hablaba de amor, ni de afecto, ni siquiera de atracción. Parecía que lo único que buscaba era placer. Evelina negó con la cabeza:
—No seré tu juguete.
Al llegar al campamento, Evelina notó enseguida a los visitantes inesperados. Anvar se tensó y le susurró al oído:
—Luego hablamos.
La joven observó con atención a la mujer que montaba un caballo blanco. Su vestido de amazona azul oscuro ondeaba con el viento, bajo un sombrero azul celeste adornado con plumas de pavo real asomaban mechones rubios. Las manos, protegidas por guantes de encaje, se aferraban con elegancia a las riendas. Los ojos castaños de la visitante iban del rey a Evelina, aunque regresaban una y otra vez a Anvar. Por más que intentaba ocultar su incomodidad, el ceño fruncido de Cecilia la delataba.
La duquesa dibujó una sonrisa forzada:
—¡Su Majestad! Disculpe esta visita inesperada, pero se trata de un asunto urgente.
—Duquesa de Riedensburg —respondió Anvar, cortés pero frío—, vuestra aparición es ciertamente inesperada. Las damas no deberían estar en el campo de batalla.
—Veo que esa norma no aplica a todas —Cecilia lanzó una mirada cargada de veneno a Evelina, agitó la mano con dramatismo y continuó—. Aunque una sirvienta difícilmente puede ser considerada dama. Mi asunto no puede esperar.
—Imagino que desea discutirlo en privado.
Cecilia asintió con satisfacción. Anvar desmontó y ayudó a Evelina a bajar del caballo. Le sostuvo las manos un momento y le susurró con firmeza:
—Desayuna, descansa y deja de llenar tu cabeza con tonterías.
Soltó sus manos bruscamente y se dirigió hacia la tienda.
—Por aquí, duquesa.
Ni siquiera se molestó en ayudar a Cecilia a desmontar. Desapareció tras las cortinas del pabellón. La duquesa, visiblemente contrariada, tomó la mano de Gustav para bajar con elegancia. Al posar los pies en tierra, lanzó a Evelina una mirada altiva, cargada de desprecio. En esa mirada condensó toda su soberbia y sensación de superioridad. Ya no era la muchacha sonriente que coqueteaba en los bailes. Frente a Evelina había una depredadora, lista para luchar por lo que consideraba suyo.
Anvar entró en la tienda y se sirvió un vaso de agua. Confiaba en que al menos eso apaciguaría su sed por Aine. Desde que probó el fruto prohibido con ella, su deseo no había hecho más que crecer. Ninguna otra mujer lo había perturbado de esa manera, y no era por las flores. Solo deseaba terminar pronto sus asuntos y volver a perderse entre los brazos de Aine. Al recordarla, una llama ardió en su interior.
Quería estar a solas con ella, pero la llegada de Cecilia lo había arruinado todo. Oyó el roce del vestido y sus pasos. La duquesa se detuvo en la entrada y miró alrededor con desagrado. Aquel alojamiento distaba mucho de sus lujosos aposentos. Anvar bebió un trago.
—¿A qué debo su visita?
—Ha ocurrido algo en palacio… y ahora tengo miedo de quedarme allí —hizo una pausa, agitó las pestañas con falsa inocencia, como esperando que el rey se preocupara por ella. Anvar bebió un poco más de agua, impasible.
—Vaya al grano, duquesa. No tengo tiempo que perder.
—Por supuesto —mordió nerviosamente su labio, entrelazó los dedos sobre el vientre—. Tobias descubrió quién me envenenó. Fue una sirvienta de Milberga. Encontraron un frasco vacío de acolinit en el bolsillo de su vestido. Confesó que, siguiendo órdenes de Milberga, vertió el veneno en el cubo que después llevó Aine. La duquesa, claro, lo niega todo… pero las pruebas son claras. Temo que intente algo otra vez para deshacerse de mí.
Editado: 13.08.2025