El secreto de la sirvienta

59

Anvar apretó el vaso entre las manos y observó con atención a Cecilia. Ella se sonó la nariz con delicadeza, encogiéndose como un pajarillo mojado. Daba la impresión de que esperaba consuelo, quizás un abrazo que le devolviera la calma. Pero algo en aquella historia inquietaba al rey.

—Milberga no actuaría con tanta torpeza. Tus heridas habrían sanado en cuestión de días. Cuando regrese, interrogaré personalmente a la sirvienta.

—No será posible. Al ser encerrada en los calabozos, se envenenó y murió.

El rey dejó el vaso sobre la mesa con brusquedad y frunció el ceño.

—Según tus palabras, esa sirvienta no era cualquiera: era una experta en venenos. ¿No te parece extraño?

—Quizás… —Cecilia pareció animarse, los ojos brillando con una chispa de intriga—. ¿Crees que alguien le dio el veneno sin que ella supiera lo que estaba bebiendo?

Anvar no expresó en voz alta lo que realmente pensaba. En su lugar, optó por sonsacar más información.

—Entonces... ¿ya no acusas a Ayne?

—No lo sé... —titubeó la joven, claramente dudando de sus propias conclusiones—. Viniendo hacia aquí estaba convencida de que había sido Milberga. Pero después de hablar contigo, he empezado a dudar. ¿Crees que fue obra de Ayne? ¿Que escondió la botellita en el bolsillo de la sirvienta?

—Entonces, ¿por qué la sirvienta confesó que fue Milberga? —Anvar sonrió con sutileza. La joven comenzaba a contradecirse, lo que debilitaba toda su historia. Cecilia bajó las manos a los costados, y en sus ojos oscuros brilló una chispa astuta, su voz tomó un tono inquisitivo:

—¿Y si conspiraron juntas?

Anvar soltó un largo suspiro. Sabía que Ayne no era capaz de algo así. Era la última persona a la que quería sospechar. Ella no necesitaba recurrir a juegos sucios para ganarse su atención. Su corazón ya le pertenecía. Aquello llevaba más el sello de Milberga. Quizás la sirvienta ni siquiera sabía que los efectos del acolinito eran reversibles. El rey asintió levemente:

—No te preocupes. Llegaré al fondo de esto. Si no tienes nada más, puedes regresar al palacio.

Cecilia bajó la cabeza y se acercó al rey. Se detuvo demasiado cerca, traspasando sin pudor el límite de la decencia. Lo miró con ojos suplicantes, como un cachorro después de hacer una travesura.

—Justamente por eso he venido. Temo por mi vida en el palacio. Creo que sería más seguro quedarme aquí unos días.

—¿Y los ataques enemigos? ¿La inminente batalla no te preocupan? Lo que ocurrirá aquí pronto no es apto para los ojos de una dama respetable. Habrá ríos de sangre, el estruendo de las espadas… y magia. Mucha magia. No puedo garantizarte seguridad en estas condiciones.

—No te la estoy pidiendo. Tengo mi propia guardia. Estoy segura de que harán todo lo necesario para protegerme.

—Les resultaría mucho más fácil protegerte en el palacio, no en un campo de batalla. ¿No lo crees?

Cecilia no respondió. Era evidente que deseaba quedarse y que estaba buscando una nueva excusa. Anvar resopló con fastidio. Estaba claro que la presencia de la duquesa tenía un solo propósito: interponerse entre él y Ayne. Desde el primer instante, había notado los celos en los ojos de Cecilia. No miraba a Ayne como a una sirvienta, sino como a una rival.

El rey se descubrió imaginando cómo sería su vida si Ayne perteneciera a la nobleza. Se casaría con ella sin importarle su nivel de magia. No había otra mujer que deseara más.

La presencia de Cecilia comenzaba a resultarle insoportable. Quería quitarla del medio.

—Regresa a tu residencia en Darsvit. Cuando las condiciones sean más favorables, te invitaré al palacio.

La duquesa palideció, como si acabara de sufrir una tragedia. Sacó un abanico del bolsillo y empezó a agitarlo con fuerza, como si el aire se le hubiese acabado.

—¿Me estás echando? ¿Y has decidido quedarte con Milberga, después de todo lo que pasó? —recuperando la compostura con rapidez, cerró el abanico, aunque no se apresuró a guardarlo—. Lo entiendo… nunca tuve una verdadera oportunidad. Con la duquesa te une una antigua amistad, intereses comunes y un pasado interesante. A mí solo me acercó a ti mi nivel de magia. Fue ingenuo de mi parte soñar con convertirme en tu esposa. Al principio, esa idea no me entusiasmaba, pero tras conocerte mejor, comencé a anhelarla. Inteligente, apuesto, fuerte… te convertiste en el centro de mis pensamientos —Cecilia bajó la mirada con un deje de timidez—. Perdona esta confesión tan atrevida, pero cuando uno siente que se ahoga, ya no tiene nada que perder.

Anvar se sorprendió por la osadía de la duquesa. Ya no era la joven asustada que había conocido al principio, sino una mujer determinada que sabía lo que quería. Parecía haber olvidado que aún sostenía el abanico, y agitaba la mano cerca del escote, atrayendo deliberadamente la atención a su generoso busto.

El rey frunció los labios con disgusto. Trucos tan burdos no surtían efecto en él. Solo deseaba a una mujer, y era justamente aquella que jamás intentó seducirlo.

Anhelaba tener a Ayne en sus brazos, y esta vez, pensaba mostrarle todo lo que sabía.

Apartando aquellos pensamientos, colocó sus manos con firmeza sobre los codos redondeados de Cecilia:

—Todavía no he tomado una decisión sobre con quién me casaré. Pero te aseguro que, lo que ahora determino, es únicamente por tu seguridad.




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