El corazón de Evelina se desgarraba de dolor. Sabía que Elizar tenía razón en todo. Anvar no le había prometido nada, no le había confesado su amor ni había pronunciado palabras grandilocuentes. Para él, ella no era nadie. Nunca le pidió su corazón, y Evelina no culpaba a nadie más que a sí misma.
Intentó ocultar su sufrimiento:
—Sé todo eso. No me hago ilusiones de que Anvar vaya a casarse conmigo solo por culpa de unas flores. No seré su concubina.
—Veo que no me crees —dijo Elizar—. De lo contrario, no hablarías con tanta calma. Justo ahora, Anvar entró a la tienda de Cecilia. Siempre visitará a otras mujeres después de ti. Yo, en cambio, te ofrezco quitarle su poder e irnos a la finca de la que te hablé.
Evelina sintió cómo la rabia le oprimía el pecho. Elizar no la escuchaba, repetía lo mismo una y otra vez sin siquiera intentar comprenderla. Retiró su mano de la suya con un tirón.
—Elizar, creo que no me entendiste. No voy a vivir contigo en ninguna finca, no le haré daño a Anvar y no espero un futuro a su lado.
—¿Y vas a quedarte quieta mientras él abraza a otra? ¿Mientras llama esposa a otra mujer, mientras cría hijos con ella y no contigo?
No podía. Evelina conocía bien la respuesta a esa pregunta. Cerró con fuerza los labios, intentando ahogar el grito de dolor que le subía por el pecho. Luchaba por contener las lágrimas que ya se acumulaban en las esquinas de sus ojos, pero no lo logró. Las gotas saladas corrieron por sus mejillas.
—¿Por qué me dices todo esto? ¿Quieres hacerme daño a propósito?
—No, pajarita. Jamás te haría daño —susurró Elizar mientras la envolvía en sus brazos. La apretó contra sí y le acarició la espalda con ternura. Evelina no tenía fuerzas para resistirse. Quedó inmóvil, sin esconder más las lágrimas que empapaban su rostro. La voz suave del hombre la adormecía.
—Solo quiero que veas las cosas como son, sin fantasías. Vamos, caminemos. No es bueno que todos vean tus lágrimas.
La ayudó a levantarse. Evelina se secó el rostro y lo siguió. Su mano fría la sostenía con suavidad, pero ella no le prestó atención, caminaba dócilmente hacia lo desconocido. Pasaron junto a un grupo de soldados, ignorando las miradas de juicio, y se acercaron a la tienda.
Al pasar junto a ella, Evelina se detuvo en seco. Reconoció una voz y su corazón se paralizó. Escuchó a Anvar hablando tras la gruesa lona.
—No te preocupes, Cecilia. Ya tomé mi decisión. Me casaré contigo.
—¿En serio? —la risa aguda de la mujer no dejó lugar a dudas. Dentro estaban el rey y Cecilia.
—Será un gran honor para mí, Su Majestad.
—Llámame Anvar. Después de todo, serás mi esposa.
Esas palabras fueron como agujas envenenadas que se clavaron en lo más profundo del corazón de Evelina. Todo estaba ocurriendo tal como Elizar había predicho. Sabía que el rey estaba obligado a casarse con una hechicera poderosa. Quiso alejarse, pero Elizar no la soltó. Por alguna razón, insistía en que se quedara a escuchar. En la voz de Cecilia notó un leve reproche.
—Parece que no seré la única que te llame Anvar…
—¿Hablas de esa sirvienta? —el corazón de Evelina dio un vuelco. Su amado hablaba de ella con desprecio—. No significa nada para mí. Fue solo una diversión pasajera. Está muy lejos de ser una mujer de verdad. Le faltan modales, belleza, educación. Aine no es tu rival. Ya no me interesa. A partir de ahora, solo tus labios besaré.
El silencio de Anvar dio pie a que la imaginación de Evelina completara la escena. Como si sus sospechas fueran ciertas, la risa brillante de Cecilia resonó:
—¡Su Majestad! ¡¿Qué está haciendo?! ¡Eso no es decente!
—Contigo no puedo ser decente. Me vuelves loco. Eres la mejor mujer del mundo.
Evelina no pudo seguir escuchando. Quería irrumpir en la tienda, arañarle los ojos a Anvar, arrancarle el cabello oscuro, sacarle el corazón del pecho, como él acababa de destrozar el suyo. Pero su sentido común la frenó. No podía culparlo. Él nunca le prometió nada, ni cantó serenatas de amor.
¡Malditas flores! Le nublaron el juicio y ella se dejó usar. Se sacudió con fuerza, pero Elizar no la soltaba. Se acercó a su oído:
—Por favor, vámonos. No puedo seguir escuchando.
El duque asintió y Evelina, con las piernas temblorosas, empezó a caminar. No veía el camino; sus ojos estaban nublados por un velo de lágrimas, y el dolor oprimía su corazón.
Al llegar al bosque, Elizar se detuvo y la envolvió en un abrazo helado.
—No llores. Lamento que hayas tenido que escuchar toda esa basura sobre ti. Anvar ni siquiera se da cuenta de lo que está perdiendo. A veces pienso que no tiene alma, que no siente nada. ¿Puede alguien así gobernar un país?
Evelina sorbió por la nariz. Le dolía demasiado para hablar. Las palabras se le atascaban en la garganta. Elizar, en cambio, llenaba el silencio:
—¿Ahora entiendes por qué quiero quitarle su magia? Tal vez, si la pierde, pueda sentir. Ya no tendría sentido casarse con duquesas. No habría esperanza de un heredero poderoso. ¿No quieres vengarte? No te costaría nada. Solo tienes que acercarte, envolverlo en una niebla roja y listo. ¿No deseas mirar a sus ojos mentirosos cuando le arrebates su poder? Se arrepentirá de haber sido tan vil contigo.
Editado: 13.08.2025