Tiempo atrás…
–Quiero hacerlo.
Las palabras escapan de mis labios antes de que pueda detenerlas. Son definitivas, contundentes. Margarita, quien está de pie en su oficina, a punto de marcar un número en su móvil, se detiene. Su mano se congela en el aire y levanta la vista hacia mí. Sus ojos oscuros me escrutan con una intensidad que casi me hace tambalear. Pero no esta vez. Esta vez, estoy firme.
Se aparta un mechón de su cabello negro y liso, colocándolo detrás de su oreja izquierda con un ademán mecánico. Luego suelta un suspiro profundo, cargado de resignación y paciencia.
–Valeria, por favor, regresa a la redacción.
–No, Margarita. Te lo digo en serio. Quiero ir al Sefirá.
–Los ingresos estarán cerrados en cuestión de horas. Necesitamos elegir a alguien con credenciales.
–¿Crees que no las tengo, Margarita?
Ella baja el móvil lentamente, como si quisiera darme una última oportunidad de retractarme. Su mirada, tan severa como siempre, me escanea de arriba abajo. En otras circunstancias, esto me haría sentir acobardada. Pero no ahora.
No. Ahora.
–Muéstrame tu formación como corresponsal de guerra –me desafía con una ceja arqueada.
–¿Acaso leer cien libros de coberturas bélicas te protege contra un misil o un ataque químico?
–Bien, entonces dime de tu experiencia haciendo este tipo de coberturas.
–Sabes que he cubierto enfrentamientos de bandas en la ciudad, situaciones tanto o más peligrosas que esto.
–¿Comparas una pelea entre bandas con una guerra? Por el amor de Dios, Valeria.
Levanto mi camiseta con un gesto brusco, dejando al descubierto la cicatriz en mi abdomen. La piel cicatrizada brilla bajo la luz de neón de la oficina.
–¿Debo recordarte que me enterraron un cuchillo por entrar ahí?
–Entraste sin camarógrafo y para tus redes personales.
–Que luego levantaron todos los canales –respondo con un deje de orgullo.
–¿Y qué te dejó, además de un riñón menos?
Las palabras golpean como una bofetada. Trago grueso, furiosa por su crueldad. Mi condición médica ya me ha costado demasiado, no solo en salud, sino también en deudas y en mi relación con mi familia. Aún así, no me dejo intimidar.
–Me dejó el convencimiento de que puedo hacer esto –replico con firmeza–. Necesito que confíes en mí, Margarita. Que creas en mí.
Ella suspira y deja el móvil sobre el escritorio. Su postura cambia. Por un instante, parece dudar.
–Te necesitamos en la redacción, y necesitas entrenamiento. Podrías morir.
–Dame el entrenamiento.
–¿En dos horas? Tenemos un vuelo camuflado para entrar en seis.
–Aprenderé a usar armas. Puedo hacerlo. Caray, Margarita.
Ella se pasa una mano por el rostro, claramente frustrada. Estoy tan cerca de convencerla que casi puedo saborear la victoria. Pero no puedo bajar la guardia.
–No puedo prometerte que estaré bien ni garantizar cobertura permanente mientras esté allí –le digo, bajando el tono de mi voz para apelar a su empatía–. Pero sabes lo importante que es esto para mí.
–No, realmente no lo sé. Podrías morir.
–Firmaré una eximición de responsabilidad –propongo con urgencia–. No tendrán ninguna carga sobre mi persona si algo me sucede en Sefirá. Presto total consentimiento y voluntad, tomo un seguro, lo que sea necesario.
–Ningún seguro cubriría esto. Lo considerarían una locura.
–No me importa. Lo haré sin seguro.
Margarita me observa con una mezcla de incredulidad y algo que parece… compasión. Finalmente, su voz se suaviza, aunque su tono sigue siendo firme.
–¿Por qué tanta insistencia, Valeria? Eres joven. Tienes todo un futuro por delante.
Las palabras estallan en mi pecho, derrumbando las últimas barreras que me quedaban. Mi voz se quiebra, y por primera vez, dejo caer la máscara.
–Puede que tenga un futuro, pero no tengo un presente, Margarita. –Las palabras salen atropelladas, cargadas de emoción–. Estoy devastada. Estoy hundida. Quizá parezca fuerte y segura, pero estoy quebrada en deudas, y mi salud no hace más que complicarlo todo. Lo he perdido todo, Margarita. Estoy arrastrando a mi familia con esta realidad, y no puedo más.
Sus ojos brillan con una leve capa de lágrimas. Es la primera vez que veo a Margarita así, tan humana. Finalmente, rompe el silencio.
–Esa actitud es la que necesitamos.
Mi corazón da un vuelco.
–¿Eso es un sí?
–Valeria, cuando llegué a esta ciudad, estaba desesperada. Fregaba pisos y platos mientras intentaba construir algo con las redes y la comunicación. No fui a la universidad. Lo aprendí por las duras, junto a mi esposo, quien siempre estuvo a mi lado. Salimos adelante porque nunca nos rendimos.
Sus palabras, crudas y honestas, me atraviesan como un rayo.
–Cuando tomes tu propósito, aférrate a él y pon todo lo necesario para triunfar. ¿Entendido? No quiero a una perra débil en esa guerra. Quiero que esa desesperación se convierta en fuego. ¿Estamos?
Mi pecho se infla. La fuerza de sus palabras es justo lo que necesito.
–Sí, Margarita. Lo haré.
–Ponte en contacto con legales. Iniciaremos el documento de exención.
Oh, cielo santo…
–¿Tienes pasaporte y documentación al día? ¿Vacunas, cuentas pendientes, un novio al tanto de tu decisión?
–Sí. –Miento descaradamente, y ella lo sabe.
–¿Al menos tus documentos personales?
–Eso sí.
–Avancemos entonces. No me hagas arrepentirme de esta decisión.
Asiento con determinación. Estoy lista. O al menos eso quiero creer.