Rodrigo me abraza y me besa el cuello por la mañana, cuando el reloj de mi móvil suena a las cuatro treinta de la madrugada. Su calor, su aroma a café y lavanda, me envuelven en una burbuja que no quiero romper. Es hora de levantarme, pero sus brazos fuertes, seguros, me invitan a quedarme un rato más en la cama.
"Solo un poco más, Val," susurra con una voz cargada de sueño, acariciando mi cabello. "Solo unos minutos."
Cierro los ojos por un instante, atrapada en esa ilusión de que el mundo exterior no existe, de que las deudas, las responsabilidades, la distancia que estoy a punto de imponer entre nosotros, todo eso es solo una pesadilla pasajera. Él entra a trabajar en tres horas más, pero insiste en que me quede. No puedo. Sé que no puedo.
"Rodrigo," murmuro, girando para mirarlo a los ojos, esos ojos marrones que siempre parecen encontrarme incluso en mis momentos más oscuros. "No puedo quedarme. Lo sabes."
"Lo sé," responde, pero su abrazo se aprieta, como si con eso pudiera anclarme a esta cama, a este hogar que hemos construido a medias entre risas y lágrimas. "Solo quería... imaginar por un momento cómo sería si pudiéramos detener el tiempo aquí. Si todo estuviera bien. Si viviéramos tranquilos sin deudas, sin presiones. Si tan solo..."
"Si tan solo mi vida no hubiera perdido la dirección," completo su frase en un susurro, porque ambos sabemos que eso es lo que nos ha traído hasta este punto. Me besa la frente, un gesto que siempre me desarma, y por un instante imagino lo que él ve: una vida en la que no me estoy yendo, en la que podemos planear juntos, construir juntos.
Pero entonces el sonido insistente del reloj me arrastra de vuelta a la realidad.
"Tengo que irme," digo con la voz quebrada, apartándome de su abrazo aunque cada fibra de mi ser quiere quedarse.
Él asiente, aunque su expresión muestra que cada palabra que no dice es un grito interno. Me visto rápido, evitando mirarlo demasiado porque sé que si lo hago, no podré contenerme.
Cuando finalmente me encamino hacia la puerta, Rodrigo me detiene, tomando mi mano con suavidad pero con firmeza.
"Valeria," dice, y su voz tiene un peso que no puedo ignorar. "Solo prométeme una cosa."
"¿Qué cosa?"
"Que vas a volver. No importa cuánto tiempo pase, no importa lo que veas allá afuera. Prométeme que regresarás a casa."
Mi corazón se encoge, pero asiento.
"Te lo prometo." Aunque no estoy segura de poder cumplirlo, aunque sé que esta promesa podría romperse en mil pedazos en el camino. Él parece satisfecho, o tal vez resignado, y me deja ir con un último beso que sabe a despedida...
Entonces me espabilo.
El avión de guerra se sacude, y yo también. Me despierto sobresaltada, y Rodrigo desaparece como si nunca hubiera estado allí. Mi compañero camarógrafo, Luis, me da un codazo suave y me advierte que estamos aterrizando. El zumbido de los motores, el ligero descenso que hace que mi estómago dé vueltas, la presión que se acumula en mis oídos… todo me recuerda que esto es real. Estoy aquí. El sueño de Rodrigo es solo eso: un sueño que quedó atrás.
Miro por la pequeña ventana del avión. La tierra debajo de nosotros es árida, desolada, salpicada de sombras de edificios derrumbados y vehículos calcinados en las afueras del cordón protegido. Sefirá. El epicentro de un conflicto que ha devorado vidas, sueños y futuros. Respiro hondo y trato de centrarme. Esto no es un lugar para divagar, para pensar en "qué pasaría si", la esperanza de pensar en un futuro posible ha quedado completamente anulada en un terreno como este.
Luis me lanza una mirada de complicidad mientras ajusta su cámara. Es joven, no mucho mayor que yo, quizás de unos treinta años, pero ya ha vivido más de lo que la mayoría podría soportar. Se mueve con una seguridad que me envidio, como si estuviera en su elemento incluso en este caos. Aunque, en sus ojos, hay un cansancio que no se puede ocultar.
–Esta no es mi primera vez en un lugar como este –me dice, rompiendo el silencio mientras ajusta la lente de su cámara. Su voz es calmada, pero hay un trasfondo de gravedad que me atrapa–. Pero te voy a ser honesto: nunca se hace más fácil.
–¿Qué fue lo más difícil que viste? –pregunto, aunque no estoy segura de querer saber la respuesta. Algo en mí necesita escuchar su historia, entender cómo sigue adelante.
Luis hace una pausa, su mirada se pierde en el horizonte por un momento. Luego suelta un suspiro.
–Estuve en el conflicto de Ajna hace un par de años. Era un conflicto diferente, pero la destrucción siempre es la misma. Había un niño, Hamid. Tenía unos ocho años, creo. Perdíó a toda su familia en un bombardeo. Lo encontré vagando solo por los escombros, con una mirada que nunca olvidaré. Le ofrecí un poco de comida y agua, y él… –Luis traga saliva, como si las palabras fueran difíciles de sacar–. Me abrazó. Nunca había sentido algo tan desgarrador y tan puro al mismo tiempo.
Me quedo en silencio, procesando sus palabras. Quiero preguntarle qué pasó después, pero no hace falta. Luis continúa.
–Logré que lo llevaran a un refugio. Pero la realidad es que no sé qué fue de él. A veces me lo imagino creciendo, sobreviviendo, encontrando algo de felicidad. Otras veces… –sacude la cabeza, como si quisiera alejar esos pensamientos–. Bueno, tienes que aprender a vivir con la incertidumbre.
–¿Cómo lo haces? ¿Cómo sigues adelante después de ver algo así? –pregunto, mi voz es un susurro apenas audible.
Luis sonríe, pero es una sonrisa triste.
–No hay una fórmula mágica, Valeria. Solo tienes que recordarte por qué estás aquí. No estamos para cambiar el mundo, aunque quisiéramos. Estamos para mostrarlo, para darle voz a quienes no la tienen. Eso, al menos, es lo que me mantiene en pie.
Sus palabras me golpean con fuerza. Pienso en Rodrigo, en lo que me dijo antes de irme: "Haz que valga la pena". Es lo único que quiero hacer. Pero ahora entiendo mejor el peso de esas palabras, la responsabilidad que conllevan.