El Secreto de la Vida

Capítulo 6

Rodamos por la pista de aterrizaje, y cuando el avión se detiene por completo, siento un nudo en el estómago. El ambiente está cargado, como si cada uno de nosotros percibiera que estamos entrando en un lugar que no perdona errores. Me desabrocho el cinturón, pero mis manos tiemblan ligeramente. Intento disimularlo mientras Luis, sentado a mi lado, me lanza una de sus miradas tranquilizadoras o que intenta darme esos ánimos. Lleva su cámara al hombro, como una extensión de su cuerpo, y su actitud calmada me recuerda que esto es solo el principio de algo mucho más fuerte y serio de lo que podría llamarse “una aventura”. Probablemente es su forma de decirme, sin palabras, que tenemos trabajo que hacer y que estamos listos para afrontar este desafío, o bien, que se supone que hemos de estarlo.

La puerta del avión se abre, y un calor seco nos golpea como una bofetada inesperada. Bajo por las escaleras metálicas con pasos cautelosos, sintiendo cómo el asfalto caliente quema las suelas de mis botas. El aire tiene un aroma específico, una mezcla de polvo y algo químico que no puedo identificar, quizá sea como el rastro que deja la pirotecnia tras el uso de fuegos artificiales cuando son empleados de manera irresponsable o callejera.

Miro a mi alrededor, tratando de absorber cada detalle. El paisaje es desolador, casi desértico, con una llanura árida que parece extenderse hasta el infinito. Pero al fondo, como si se tratara de un espejismo, se alza una ciudad moderna y brillante, lo cual entra en contraste con la idea que realmente tenía de este lugar de primer mundo. Torres de cristal que desafían la gravedad, carreteras impecables donde los vehículos eléctricos se deslizan en silencio. Es un contraste violento, como si dos mundos totalmente opuestos hubieran sido forzados a coexistir.

Un grupo de personas nos espera cerca de un convoy de vehículos blindados. Están vestidos de manera funcional, con chalecos llenos de bolsillos y radios adheridas a los hombros. Sus gestos son premeditados, precisos, casi como si estuvieran ensayados o ya hubieran hecho antes, lo cual es muy probable dado que no somos los primeros en entrar por esta vía a la ciudad. Hay algo en su manera de moverse que me pone en alerta, como si tuviera que aprender de sus códigos y de sus conversaciones. Se acercan a nosotros con una seguridad que resulta intimidante, como si ya supieran todo lo que necesitamos antes de que podamos articular una sola palabra.

Uno de ellos, un hombre de cabello entrecano y barba cuidadosamente recortada, toma la iniciativa. Su porte autoritario es evidente incluso antes de que hable.

—Bienvenidos a Sefirá, corresponsales. Mi nombre es Neville y pertenezco a Señal Noticias de esta ciudad. Quisiera decir que es un placer tenerles aquí, pero conozco que las condiciones no son las mejores.

¡Vaya bienvenida! Su tono tiene el peso de alguien que ha visto demasiado, alguien que sabe exactamente de lo que habla. Me pregunto cuántos equipos como el nuestro habrá recibido en este lugar.

—Muchas gracias, Neville—le saludo también, tomando la delantera—, estamos aquí para servir.

Su entrecejo se frunce y asiente.

—Te he visto en tus redes—me dice y suena casi como una advertencia—, recuerda cuidar el tono y lo que se muestra aquí.

Parpadeo, considerando la gravedad de sus palabras. Sí, sé que el medio de Señal Noticias tiene mucho que ver con el poder de turno en este lugar y es una de las garantías para poder ingresar, así que conozco también acerca de los alcances de mis redes sociales las cuales han de contar con restricciones y variaciones en los alcances nacionales, según el material que estuve leyendo en el vuelo antes de quedar dormida.

Tras nuestro saludo y presentación, con un gesto nos indica que entremos a uno de los vehículos. Mientras revisa nuestras identificaciones y el equipo, su voz se convierte en una especie de metrónomo.

—Lo primero que deben saber es que conocerán el canal y luego serán derivados a un hotel con reglas que cumplir, aunque en la ciudad se ha instaurado un toque de queda, ustedes tendrán permisos especiales para las coberturas —dice, mirándonos con una seriedad que me pone un nudo en el pecho—. Además, hay lineamientos que tener en consideración con respecto a los partes de prensa oficiales de la ciudad.

—Entendido—digo, sabiendo la gravedad de lo que me acaba de confesar

Subimos al vehículo, y el convoy arranca, mientras el avión que nos trajo toma rumbo en otra dirección. Los neumáticos hacen un sonido peculiar sobre el pavimento perfectamente liso, y el mundo afuera se convierte en un desfile de contradicciones. Neville, el hombre que nos dio la bienvenida, comienza a hablarnos de las reglas no escritas de la ciudad. Su atuendo es propio de estas zonas, aunque la túnica no parece fresca en absoluto. Se corre algunos mechones de cabello negro que caen en su rostro mientras habla de rutas seguras, de cómo identificar salidas de emergencia en cualquier edificio, de qué hacer si escuchamos explosiones o detectamos algo fuera de lo normal.

—Siempre mantengan a alguien de seguridad a la vista —insiste—. No se separen. Y si les piden que evacúen, no discutan, no duden. Simplemente váyanse.

Luis, sentado a mi lado, escucha con atención, yo admito su rostro que permanece sereno pero aún así atento. Puedo verlo asimilando cada palabra, transformándolas en notas mentales. Por mi parte, trato de grabar todo en mi memoria. El ambiente dentro del vehículo es tenso, pero hay una calma subyacente, como si estos hombres y mujeres hubieran aprendido a convivir con el peligro constante.

Finalmente, llegamos al "cordón seguro", una zona de la ciudad donde, según nos explican, no se han registrado ataques. Es casi surrealista. Las calles son inmaculadas, bordeadas de edificios que parecen estar hechos a base de puro cristal, los cuales reflejan la luz del sol como espejos gigantes. Vehículos autónomos se desplazan con una fluidez que parece coreografiada. Me resulta difícil reconciliar esta imagen con el caos que presiento acechando en las sombras.



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Editado: 19.01.2025

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