El aire se siente denso, sofocante. Salgo exasperada, con las piernas rígidas y el pulso martillando en mis sienes. Cada paso resuena en el pasillo vacío, pero dentro de mí todo es un caos. Lo que acaba de suceder no fue solo una advertencia. Fue un recordatorio brutal de que estoy pisando terreno peligroso, un pantano donde cada movimiento puede hacerme hundir más. Pero hay algo peor. Algo viscoso, algo que se adhiere a mi piel como una mancha indeleble.
Mis manos tiemblan. No es miedo, no exactamente. Es rabia, impotencia, asco o una mezcla de colisión con un indomable…deseo. La propuesta de Kerim sigue reverberando en mi mente, cada palabra suya viene impregnada de un veneno que se filtra por mis venas. "El precio es la confianza", me dijo, con esa sonrisa cínica que me hacía sentir como una pieza más de su juego. “Piénsalo, no te pido que me respondas ahora, pero tampoco tenemos dos días para ello”.
Lo odio. Odio su tono utilitarista, suspicaz, la forma en que su mirada me atrapó como si ya fuera suya. Me siento ultrajada, vendida, convertida en moneda de cambio sin haber siquiera aceptado. Mi piel arde, una quemadura invisible que no puedo arrancarme. La habitación donde estuvimos parece seguir pegada a mi cuerpo, como un fantasma repulsivo que se niega a soltarme.
Necesito respirar. Necesito huir. Y necesito escuchar una voz que me recuerde que sigo siendo yo.
Saco el teléfono del bolsillo intentando teclear un pedido de auxilio, pero mis dedos resultan torpes sobre la pantalla. Sé que no debería hacer esto, pero ya he cruzado demasiadas líneas esta noche. Marco el número con el corazón en la garganta, apoyándome contra la pared mientras el tono de llamada suena.
Una voz. Su voz.
—¿Val?
Es un golpe directo al estómago. Rodrigo. Su tono es un eco de otra vida, una donde el mundo no me asfixiaba y las verdades no eran cuchillas afiladas. Alguien que te habla y es capaz de tocarte el alma de manera genuina.
Una persona en quien confiar.
Trago saliva, tratando de mantener el control.
—Hola, Rodri. Solo... necesitaba escuchar una voz familiar.
Silencio. Un segundo que se alarga como una grieta en el tiempo.
—Dios, Valeria. ¿Qué pasa? ¿Estás bien? Te escuchas... diferente.
Cierro los ojos con fuerza. No puedo decirle. No puedo contarle lo que acaba de pasar, lo que me ofrecieron, lo que casi me obligaron a considerar. Sé que las comunicaciones están intervenidas, que cada palabra es una daga esperando ser usada en mi contra. Así que miento.
—Es solo el trabajo. Mucho estrés, pocas horas de sueño. Ya sabes cómo es.
—No me mientas.
Su voz se endurece. Siempre ha sabido leerme, desarmarme con una sola frase. Me muerdo el labio tan fuerte que en cuestión de minutos siento el sabor metálico de la sangre explotando en mi boca.
Si esto fuera otra vida, le diría la verdad. Que estoy atrapada en un tablero donde soy solo una pieza descartable, que acabo de enfrentarme a la peor encrucijada de mi carrera. Pero no puedo. No ahora. No aquí.
—Solo quería hablar contigo —susurro—. ¿Puedes hablarme de algo? Lo que sea. Distráeme.
Él suspira, pero cede.
—Claro. ¿Recuerdas cuando viajamos a la Patagonia chilena? Cuando nos perdimos en la ruta y terminamos en aquel bar de carretera con el viejo que decía haber visto un ovni ese mismo día considerando que nosotros éramos una suerte de “enviados”?
Una sonrisa triste se dibuja en mi rostro. Me aferro a su voz como un náufrago a un pedazo de madera en medio del océano. Me dejo envolver por el recuerdo, por su risa. Por un instante, me permito olvidar.
Entonces, el teléfono vibra en mi mano.
Otro número. Otra realidad. Un frío paralizante se extiende por mi espalda al reconocer el nombre en la pantalla.
Margarita. Mi jefa.
—Rodri…debo colgar. Luego te llamo, ¿sí?
—P-pero, Val…
El aire se congela. Rodrigo se convierte en un eco lejano mientras atiendo la llamada. Respiro hondo y deslizo el dedo por la pantalla.
—Valeria, querida —la voz de Margarita entra suave, melosa, como un terciopelo que acaricia y asfixia al mismo tiempo—. ¡Qué bueno que me atiendes tan rápido! Siempre tan diligente. Espero que no te haya interrumpido nada importante.
La dulzura forzada me pone en alerta, un escalofrío que me recorre la columna. Intento controlar el temblor en mi voz.
—No, Margarita. ¿Cómo estás?
Ella suelta una risita breve, casi encantadora.
—Oh, yo siempre bien, ya sabes, con la cabeza ocupada y el corazón contento, cielo. Pero tú... tú has estado más ocupada que yo aún, ¿no es así? He escuchado cosas interesantes sobre ti, Valeria.
Su tono cambia apenas un grado, como el filo de una navaja que roza la piel. La dulzura empieza a envenenarse.
—Solo estoy haciendo mi trabajo —respondo, más defensiva de lo que quisiera.
—Claro que sí, claro que sí, cielo. Eres una mujer tan... dedicada. Pero sabes, Valeria, la dedicación puede ser un arma de doble filo. Hay quienes pueden malinterpretar tus esfuerzos. ¡Y qué lástima sería si alguien lo hiciera! ¿Verdad?
Cada palabra se hunde en mi piel como una espina. Mi corazón late con fuerza, pero me obligo a mantener la calma.
—Siempre me aseguro de actuar con precaución —digo, eligiendo mis palabras como si fueran piezas de cristal.
Margarita suelta un suspiro teatral, cargado de una paciencia fingida.
—Eso espero, querida. Porque, verás, hay ojos en todas partes. Y oídos también. Personas que tal vez no sean tan comprensivas como yo. ¡Y mira que yo intento serlo! Pero hay límites, Valeria. Límites que no puedes cruzar.
—¿Exactamente de qué estás hablando? —pregunto, notando que mi voz me traiciona al evidenciar un destello de nerviosismo.
Un silencio breve acontece. Luego, su tono se endurece, afilado como una cuchilla.
—¡Oh, Valeria! No me hagas pensar que no sabes de qué hablo. Sería tan decepcionante.