Narrado por VALERIA
Respiro hondo, en un intento de ejercicio fútil que solo busca calmar el torbellino de pensamientos que me asaltan con ferocidad. El espejo... la imagen fugaz que atisbé en sus profundidades días atrás sigue grabada a fuego en mi memoria. Un destello plateado, una promesa de un mundo utópico o una amenaza hacia un devenir distópico, ahora convertida en un tormento constante que no supe ver cuando la tuve frente a mis propios ojos. ¿Por qué no me atreví a girarlo? ¿Por qué ni siquiera pasó la opción por mi cabeza? ¿Qué secretos ocultaba su reverso? La duda me corroe, me consume por dentro. Quizá ahí, precisamente ahí, yacía la clave de todo este embrollo, la respuesta a las preguntas que me atormentan. Tal vez el mensaje no estaba en mi reflejo, sino en lo que se escondía detrás de la superficie. ¿Me estaba poniendo a prueba Kerim? ¿Quería saber si realmente podía confiar en mí y ahora corroboró que no y ni siquiera tuve intención de traicionarlo? Y la peor parte es que no importan mi intenciones, porque ya es demasiado tarde para intentar explicarlo.
La posibilidad de que todo el discurso de Kerim, esa retahíla sobre el proceso como fin en sí mismo, sobre el camino recorrido como el verdadero tesoro, no sea más que una sutil y elaborada estrategia de manipulación me revuelve el estómago. ¿Un truco para mantenerme entretenida, distraída de la verdadera naturaleza de esta pesadilla? La idea de haber sido engañada, utilizada como un simple peón, me resulta intolerable. La confianza que deposité en él, la fe ciega que le profesé, se desmoronan como un castillo de arena frente a la marea.
Y luego está Margarita... Su ambición no es un secreto para nadie. Su sed de poder, su obsesión por alcanzar la cúspide, la han impulsado a cometer actos cuestionables en el pasado. Pero esto... esto es un salto al vacío. Involucrarse en asuntos bélicos, en una guerra que va más allá de los límites de su profesión, es una locura, un acto de pura imprudencia. ¿Qué la motiva? ¿Qué busca conseguir poniendo en riesgo su vida y la de los demás? ¿Acaso su ambición ha cegado su juicio, llevándola a un punto de no retorno? La respuesta se me escapa entre las sombras, envuelta en un halo de misterio y peligro.
El despacho se ha convertido en una celda, en una trampa de la que necesito escapar. Doy vueltas sin cesar, como un león enjaulado, buscando desesperadamente una vía de escape. Mis ojos escudriñan cada rincón, cada sombra, en busca de una señal, de una oportunidad. La idea de lanzarme por la ventana cruza fugazmente mi mente, un acto desesperado, un intento de huir de esta jaula dorada. Pero la altura me hace dudar. ¿Sería una solución o un suicidio?
Me acerco a la puerta, con el corazón latiendo a mil por hora. Mi mano tiembla al posarse sobre el frío metal del pomo. Sé lo que me espera al otro lado. Siento su presencia, su mirada fija en mí, escrutando cada uno de mis movimientos. Un guardián, un perro de presa, dispuesto a obedecer las órdenes de su amo sin cuestionamiento alguno.
Y ahí está, imponente, de espaldas a mí, como si fuera una extensión de la pared. Al notar mi presencia, se gira con una lentitud inquietante, revelando un rostro inexpresivo, una mirada vacía. Un autómata programado para proteger y obedecer.
—Señorita, por favor, regrese al despacho del señor Quismet —ordena, con una voz grave y autoritaria que no admite réplica.
—Señor guardia, lo siento, pero debo irme, no puedo permanecer ni un minuto más aquí—respondo, intentando mantener la compostura. La adrenalina recorre mis venas, instándome a actuar, a luchar por mi libertad. Acelero el paso, decidida a alcanzar la siguiente puerta, la que me separa de este infierno.
Pero otro guardia surge de la nada, bloqueando mi camino. Su presencia imponente, su mirada desafiante, me hacen retroceder. Estoy atrapada, acorralada como un animal en una jaula.
Me vuelvo hacia el primer guardia, intentando apelar a su humanidad, buscando una grieta en su armadura.
—No puede irse, es por su propia seguridad —insiste, con la misma frialdad e inflexibilidad. Su cuerpo corpulento, su expresión impasible, me intimidan.
—No lo entiende, es que yo ya no trabajo como reportera del canal al que vine a cubrir en este sitio. Mi trabajo aquí ha terminado, así que debo retirarme y buscar un vuelo a mi país para estar cerca de mi familia —explico, intentando razonar con él. Mi voz tiembla ligeramente, delatando mi nerviosismo.
—Los aeropuertos están intervenidos, los vuelos solo son autorizaciones extraordinarias y bajo estricto protocolo —responde, sin mostrar la menor empatía.
La noticia me golpea como una bofetada, aunque en cierto modo antes ya lo sabía. La diferencia es que antes contaba con privilegios y licencias para moverme por mi trabajo, aspectos que ahora he perdido. Aislada, incomunicada, sin posibilidad de escapar. La sensación de encierro se intensifica, asfixiándome lentamente.
—Tengo cosas que hacer, una familia que ver—suplico, aferrándome a la esperanza de despertar su lado humano—. Mi novio…me espera—. Pensar en Rodrigo me rompe el corazón.
—Podrá reencontrarse con ellos, luego —dice, con una indiferencia que me exaspera. Sus palabras suenan vacías, huecas.
—¿Luego cuándo?
—Hasta que pase.
—¿La guerra?
—No. Hasta que pase la invasión en la zona segura.
La palabra "invasión" resuena en mi cabeza como un eco, desconcertante, incomprensible. ¿Cómo es posible? ¿Cómo ha podido suceder esto sin que me diera cuenta?
—¿De qué invasión hablas? —pregunto, olvidando por completo el trato formal, tuteándole sin darme cuenta. La confusión me nubla la mente, impidiéndome pensar con claridad.
¿Cuánto tiempo llevo encerrada en este lugar? ¿Unas horas, tal vez? No puede ser que en tan poco tiempo la situación haya escalado hasta este punto. ¿Una invasión en la zona segura? Es absurdo, irreal.
—Se ha decretado una alerta de invasión a la zona segura y se ha puesto en marcha el Código de Hielo —explica el guardia, con una calma que contrasta con el caos que siento en mi interior. Su voz suena monótona, como si estuviera recitando un protocolo preestablecido.