Narrado por VALERIA
Corro. Corro como nunca antes en mi vida, con la respiración agitada y el corazón latiendo con fuerza en mi pecho. El guardia me guía a través de un laberinto de pasillos oscuros y estrechos, un entramado subterráneo que serpentea bajo el edificio gubernamental. El estruendo de la explosión se desvanece gradualmente, pero el eco del horror persiste en mi mente, martilleando mis pensamientos. La imagen del guardia muerto, la sangre, el cristal roto... todo se repite una y otra vez como una película de terror en bucle.
Cada paso es una tortura. Mis piernas flaquean, mis pulmones arden, pero me niego a rendirme. La idea de volver a ese despacho, de enfrentarme a la muerte una vez más, me impulsa a seguir adelante. Confío en el guardia, en su conocimiento del terreno, en su instinto de supervivencia para que el protocolo se cumpla a fin de proteger nuestras vidas. Él es mi única esperanza en este momento, un total y absoluto desconocido para mí, de hecho.
El aire se vuelve denso y húmedo, impregnado de un olor a humedad y polvo. Las paredes están cubiertas de tuberías y cables, un intrincado sistema que parece sustentar todo el edificio. El silencio es sepulcral, roto solo por el eco de nuestros pasos y el jadeo de nuestras respiraciones. Me siento como si estuviera adentrándome en las entrañas de la tierra, abandonando el mundo de la luz y sumergiéndome en un reino de oscuridad y misterio.
Finalmente, llegamos a una puerta de acero macizo, custodiada por dos guardias armados con rifles automáticos. Sus rostros son sombríos, sus miradas escrutadoras. Nos observan con desconfianza, como si fuéramos una amenaza potencial.
El guardia que me acompaña intercambia unas palabras con ellos, mostrando una identificación que no alcanzo a ver. Los guardias asienten y abren la puerta con un chirrido metálico.
—Adelante, debemos ingresar ahora—dice uno de ellos, con una voz ronca y desprovista de emoción.
Entramos en una sala amplia y luminosa, un oasis de civilización en medio de la oscuridad subterránea. El aire es fresco y limpio, filtrado por un sistema de ventilación sofisticado. Las paredes están pintadas de un color blanco brillante, iluminadas por lámparas fluorescentes que proyectan una luz fría e impersonal.
A medida que mis ojos se adaptan a la luz, empiezo a distinguir las figuras que pueblan la sala. Hay gente por todas partes, hombres y mujeres vestidos con trajes y uniformes, hablando en voz baja, tecleando en ordenadores portátiles, consultando mapas y documentos. Son funcionarios del gobierno, militares de alto rango, asesores políticos... la élite del país puesta en sus representantes gubernamentales, reunida en este refugio antibombas para hacer frente a la crisis desde el mismísimo capitolio del Sefirá.
Noto caras conocidas, personajes que me he cruzado en el evento del edificio El Infinito e incluso veo algunos políticos que reconocí por la televisión. Veo cierto pánico en ellos y me pregunto, de pronto, cómo es que ante la vulnerabilidad todos pasamos a tener las mismas condiciones ante la promesa de la muerte.
¿Todos tenemos las mismas condiciones cuando estamos en una catástrofe diplomática? Que somos vulnerables, es un hecho.
Todos parecen absortos en sus tareas, ajenos a mi presencia. Me siento fuera de lugar, una intrusa en este santuario de poder.
El guardia me conduce a una esquina de la sala, donde hay unas sillas plegables y una mesa con agua y comida.
—Quédese aquí, señorita —dice—. Estará segura.
Asiento en silencio, sintiéndome abrumada por la situación y a la vez agradecida con Kerim por haberme dejado en manos de quien sería capaz de salvar mi vida ahora. Me dejo caer en una silla, exhausta y desorientada. Observo a mi alrededor, intentando comprender lo que está sucediendo.
Aunque también pienso en Rodrigo y en mi familia. Dios, quedarán devastados si me pasa algo, ellos me amaban y quisieron ayudarme, sobre todo Rodrigo, ¿vale la pena haberlo arriesgado todo para estar en un refugio antibombas en este momento?
Un grupo de personas se acerca a una mesa grande, alrededor de la cual se encuentra un mapa de la ciudad. Señalan puntos estratégicos, discuten planes de defensa, intercambian información con rapidez y precisión. Sus rostros reflejan preocupación, pero también determinación.
Otro grupo está sentado frente a ordenadores, escribiendo mensajes, enviando órdenes, coordinando las operaciones de rescate. Sus dedos vuelan sobre los teclados, tejiendo una red invisible que conecta todos los puntos del país.
En una esquina de la sala hay monitores que muestran a un grupo de médicos y enfermeras atendiendo heridos. Hay personas con cortes, contusiones, quemaduras... víctimas de la explosión que ha sacudido la ciudad. Los médicos trabajan con diligencia, aplicando vendajes, administrando medicamentos, intentando aliviar el dolor.
El ambiente es tenso y febril. Todos están trabajando contrarreloj, intentando minimizar los daños y proteger a la población. Siento una mezcla de admiración y temor. Admiración por la valentía y la dedicación de estas personas, temor por la magnitud de la amenaza que enfrentamos.
De repente, un silencio sepulcral invade la sala. Todas las miradas se dirigen hacia la entrada. La puerta se abre con un chirrido solemne, dejando paso a un grupo de hombres y mujeres vestidos con trajes oscuros y escoltados por un batallón de guardias armados.
Reconozco a algunos de ellos. Son ministros del gobierno, líderes de la oposición, figuras clave del establishment político. Pero hay una persona en particular que destaca entre todos ellos. Un hombre de rostro serio, con el cabello canoso y la mirada penetrante. Un hombre que he visto innumerables veces en la televisión, en los periódicos, en las portadas de las revistas.
El presidente.
El presidente entra en la sala con paso firme y decidido ¿con opositores? Parece ser que las divisiones solo son para las cámaras o bien la crisis provoca unión, aunque viniendo del ámbito del periodismo sé cuán irreal es esa última opción, todos gobiernan por finalidades personales, el bien común no existe en ninguno de ellos y no es un prejuicio, es un juicio basado en mi experiencia profesional dentro del rubro.