Narrado por KERIM
El acre hedor a pólvora quemada se aferra a mi garganta, un sabor metálico y amargo que se mezcla con el espeso vaho que exhala mi boca agitada. Mis botas se hunden con un sonido pastoso en el lodazal carmesí que cubre este campo de desolación. Cada paso es una sinfonía macabra, un aplastamiento de barro y fragmentos óseos que resuena con un eco sordo en el vacío helado de mi alma. Mis manos tiemblan, no de miedo, sino de una furia primigenia, aferradas con una fuerza brutal al arma que aún gotea humo como un aliento demoníaco. La culata fría y rugosa es lo único que me ancla a esta realidad empapada de sangre, un contrapunto gélido a la lava incandescente que me recorre las venas.
Valeria… el pensamiento de ella es un bálsamo momentáneo en este torbellino de rabia, pero también una brasa que aviva aún más el fuego. Sé que está a salvo, la vi alejarse, sostenida por manos amigas, con su rostro pálido como la cera y sus labios descoloridos…despojada de sus ropas. Pero esa imagen, grabada a fuego en mis párpados, la visión de su fragilidad profanada, de la huella imborrable de la violencia que ese monstruo le infligió, se niega a desvanecerse. Es un espectro persistente que danza en los bordes de mi visión, alimentando un odio visceral, una sed de venganza tan profunda que amenaza con consumirme por completo.
Un animal brutal en mí que nunca antes había conocido.
Un dolor tan grande y tan feroz que nunca antes había sentido.
Me detengo en seco, con mis sentidos en alerta máxima, aunque no hay nada más que ver. El silencio posterior a la batalla es un manto pesado, interrumpido solo por mis jadeos irregulares y el goteo lento de la lluvia que comienza a caer, lavando la sangre de los rostros inertes como si intentara borrar el horror. Pero el horror no se borra tan fácilmente. El horror se incrusta bajo la piel, se adhiere a los huesos, se retuerce en las entrañas.
Y ahí está él. Hakim. Su nombre es un escupitajo amargo en mi boca, un veneno que quema al pronunciarlo mentalmente. Su cuerpo yace esparcido como una marioneta rota entre los restos destrozados de lo que alguna vez fue un puesto de mando. Su uniforme, antes un símbolo de su despreciable poder, ahora es un sudario andrajoso, empapado de barro y de su propia sangre. Su rostro es una máscara grotesca de sorpresa y dolor petrificado, los ojos vidriosos mirando hacia un cielo indiferente.
Pero no es suficiente. ¡Maldita sea, no puede ser suficiente! Este espectáculo de su patética derrota no aplaca la furia que me desgarra el pecho. Esta imagen de su cuerpo inerte no borra la visión de Valeria, no cicatriza la herida que le infligió. No. Él debe pagar. Debe sentir, debe sufrir, debe expiar con cada fibra de su ser el ultraje que cometió.
Levanto el arma. El metal frío se siente como una extensión de mi propia voluntad, un conducto para la ira que ruge dentro de mí. Apunto al centro de su pecho, donde sé que aún laten, o latían, los restos de su cobarde corazón. El primer disparo es un trueno seco que rompe el silencio. La bala impacta con un sonido húmedo, levantando una nube de barro y fragmentos de carne. No me detengo. Mi dedo aprieta el gatillo una y otra vez, con una cadencia implacable, como el martillo de un verdugo implacable.
Cada detonación es un grito silencioso de mi rabia, un golpe directo al recuerdo de Valeria. Cada bala es un fragmento de mi odio incrustándose en su carne muerta. Una. Dos. Tres. El cargador se vacía, pero la sed de venganza no se sacia. Tiro el arma vacía al barro con desdén y busco otra. Mis movimientos son automáticos, guiados por la furia ciega que me posee.
—¡Kerim, basta! —La voz de Malik llega amortiguada desde atrás, un grito desesperado que apenas penetra la pared de mi ensañamiento. No me vuelvo. No puedo. Mis ojos están fijos en el cuerpo destrozado de Hakim y mi mente nublada por una niebla roja.
—¡Tenemos que irnos ya! —insiste Omar, su voz cargada de urgencia. Sé que tienen razón. Los ecos distantes de las sirenas de alarma se acercan, el tiempo se agota, la retaguardia enemiga pronto estará aquí. Pero mis pies están clavados en el suelo, mi cuerpo se niega a obedecer cualquier orden que no provenga de esta sed insaciable de venganza. No puedo irme. No aún. Él no ha pagado lo suficiente.
Mi respiración es un estertor salvaje en mis oídos, mis pulmones arden con el esfuerzo y la rabia. Mis músculos están tensos como cuerdas de piano a punto de romperse. Hakim… ya no queda nada reconocible de él. Su cuerpo es una masa informe de carne desgarrada, huesos astillados y uniforme hecho jirones, perforado una y otra vez hasta la obscenidad. Y sin embargo… la ira persiste. Arde con una intensidad aún mayor, como un fuego que se alimenta de su propia destrucción.
Siento una mano firme agarrarme del brazo. Reacciono por instinto, girando bruscamente, con mis dedos buscando el gatillo de la nueva arma que sostengo. Mi rostro debe ser una máscara de furia, porque el soldado que me detiene retrocede un paso, con los ojos muy abiertos.
—Kerim —dice Yusuf, con su voz sorprendentemente tranquila en medio de este caos—. Se acabó. Ya no… ya no está.
Me quedo inmóvil, mi cuerpo arde tenso como un resorte a punto de liberarse. El humo acre de la pólvora sigue danzando a mi alrededor, un velo fantasmal que envuelve esta escena de carnicería. Mi dedo aún roza el gatillo, listo para descargar otra andanada de furia. Pero la realidad comienza a filtrarse a través de la niebla de mi rabia, como un hilo de agua helada.
Miro el cuerpo destrozado de Hakim. Ya no hay amenaza en él, solo un recordatorio grotesco de mi propia rabia descontrolada. Y luego, la imagen de Valeria, su rostro pálido, sus ojos cerrados… la necesidad de protegerla, la promesa silenciosa que me hice.
Dejo escapar un suspiro largo, un sonido áspero y doloroso que parece arrancar algo de mi interior. El peso del arma en mi mano se vuelve insoportable. Lentamente, muy lentamente, bajo el cañón.