El Secreto de la Vida

Capítulo 37

Narrado por VALERIA

La luz blanca me lacera los ojos. Un dolor agudo, punzante, como si miles de agujas intentaran perforar mis párpados. A pesar de la tortura, lucho por abrirlos, por escapar de la oscuridad que me aprisiona la cual parece muy cómoda, aunque no lo es tanto a la hora de caer en la cuenta del mundo que me rodea ahora mismo.

El aire que respiro es denso, cargado de olores que me resultan horriblemente familiares: desinfectante, un dulzor metálico que me revuelve el estómago, preocupación alrededor y los fantasmas viles que permanecen incesantes.

Intento moverme. Una orden simple, un deseo natural de estirar mis miembros entumecidos, pero mi cuerpo se niega a obedecer. Siento el peso de cada célula, cada hueso, cada fibra muscular. Es como si la gravedad hubiera decidido castigarme, duplicando su fuerza sobre mí, convirtiéndome en una estatua de carne y hueso.

Parpadeo una, dos, tres veces, hasta que la luz deja de ser un enemigo. Lentamente, mi visión se enfoca, revelando una habitación impersonal, fría, con paredes pintadas de un blanco que parece absorber toda la vida a su alrededor. El sonido de pasos lejanos llega amortiguado, un eco fantasmagórico que acentúa mi soledad.

No estoy en Sefirá. Lo sé. Lo siento en cada poro de mi piel, en la tensión que me atenaza la mandíbula, en el miedo que se enrosca como una serpiente alrededor de mi corazón. No estoy en casa tampoco por mucho que lo desearía luego de todo lo que he tenido que vivir tras emprender viaje. No estoy a salvo.

Y entonces, lo veo.

Kerim.

Sentado en una silla junto a la cama. Su postura es rígida, casi marcial. Sus manos, entrelazadas con fuerza forman un puño. Su mirada... Su mirada está fija en mí, con una intensidad que me hiela la sangre y, al mismo tiempo, me reconforta hasta el punto de hacerme sollozar. Lleva los restos de algo que alguna vez fue un traje: un pantalón de vestir con tierra, una camisa desarreglada con las mangas arremangadas, un par de zapatos pasados por tierra, todo en un tono gris que marca algo diferente en su persona. Algo roto. Algo sombrío. Está más cansado. Más viejo. Como si llevara sobre sus hombros el peso del mundo.

—¿Dónde estamos? —La pregunta me raspa la garganta, como si hubiera tragado arena. Mi voz suena débil, extraña, casi irreconocible. Siento la sequedad pegándose a mi lengua, la necesidad imperiosa de beber agua.

Kerim se inclina ligeramente hacia adelante. Su presencia es un muro de contención, una barrera invisible que me protege del mundo exterior. Es como si, mientras él esté aquí, nada malo pudiera alcanzarme. Como si su mera existencia fuera un escudo contra la oscuridad.

—En un país vecino, estamos en Yeshua—responde. Su tono es controlado, medido, como siempre. Pero percibo una vibración sutil en su voz, un temblor apenas perceptible que revela la magnitud de su dolor—. Nos dieron refugio.

La información tarda unos segundos en procesarse en mi cerebro confuso. ¿Refugio? ¿Estamos a salvo? ¿Hemos escapado finalmente de las garras de Hakim? Debería sentir alivio, gratitud. Debería relajarme y permitir que el sueño me arrastre de nuevo. Pero no puedo. No todavía. Mi mente, a pesar de la confusión, busca algo, a alguien. Alguien que debería estar aquí conmigo. Alguien cuya ausencia me carcome el alma.

—¿Luis? —Mi voz tiembla. El miedo, ese monstruo implacable, empieza a expandirse en mi pecho, llenando cada rincón de mi ser. Mis manos se aferran a las sábanas, buscando desesperadamente un ancla en la realidad—. ¿Dónde está Luis?

El cambio en el ambiente es inmediato. La tensión se espesa, volviéndose palpable. Se siente como una energía oscura, opresiva, que llena cada rincón de la habitación como un gas tóxico. Kerim desvía la mirada por una fracción de segundo, un movimiento casi imperceptible, pero eso es todo lo que necesito. Lo sé. Lo siento en lo más profundo de mi ser. Algo terrible ha sucedido. Algo irreparable.

—Valeria… —dice. Mi nombre, pronunciado con ese tono grave y solemne, es como un puñal que se clava en mi corazón. Siento el peso de cada sílaba, la carga de dolor y de culpa que encierra. Mi nombre, que siempre había sido un símbolo de esperanza y de fuerza, ahora suena a epitafio.

Sacudo la cabeza con violencia, intentando negar lo innegable. Mi corazón golpea contra mis costillas con una fuerza brutal, como si quisiera escapar de mi pecho.

—No. Dímelo. ¿Dónde está? —Mi voz se quiebra, reduciéndose a un hilo tembloroso. Las palabras salen rotas, guturales, apenas un susurro. No quiero oírlo. No quiero saberlo. Prefiero vivir en la ignorancia, aferrada a la esperanza de que todo está bien. Pero sé que es inútil. La verdad me persigue, me acecha, lista para saltar sobre mí y destrozarme.

Kerim mantiene su compostura. Su rostro es una máscara de estoicismo, una fachada impenetrable que oculta la tormenta que se desata en su interior. Pero percibo un destello en sus ojos, una grieta en su armadura. Un atisbo de algo que rara vez deja ver. Dolor. Culpa. Arrepentimiento.

—Luis está muerto. —Las palabras son un golpe seco, un disparo a quemarropa en plena frente. Siento el impacto en todo mi cuerpo, la onda expansiva que me sacude hasta los cimientos. Mi mundo se desmorona a mi alrededor, reduciéndose a escombros. El silencio que sigue es ensordecedor, interrumpido únicamente por el latido frenético de mi corazón.

—Lo asesinaron en un campamento para heridos. —añade, como si sintiera la necesidad de explicar lo inexplicable. La crueldad de la frase me deja sin aliento. Un campamento para heridos. Un lugar de refugio y de esperanza, convertido en un matadero.

El aire se me escapa de los pulmones. La habitación se distorsiona, como si el mundo se inclinara bajo mis pies. Siento un mareo terrible, una náusea que me revuelve el estómago. Mis piernas tiemblan, incapaces de sostenerme. Niego con la cabeza, una y otra vez, como si el movimiento pudiera alterar la realidad, como si pudiera borrar las palabras de Kerim y devolverme a Luis.




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