Narrado por VALERIA
Y entonces levanta la cabeza. Lentamente. Como si le costara un esfuerzo sobrehumano.
Sus ojos encuentran los míos.
Luis.
Mi Luis.
Un sonido ahogado escapa de mis labios, algo entre un gemido y un grito sofocado. Es como si me hubieran golpeado en el esternón con un mazo helado. Siento un latigazo eléctrico recorrer mi cuerpo, desde la punta de los pies hasta la raíz del cabello. Miles de imágenes, de recuerdos, de preguntas sin respuesta me asaltan como relámpagos en una tormenta cerebral. Imposible. No puede ser. Lo creí muerto. Muerto y enterrado bajo las mentiras oficiales. Me lo dijeron. Me aseguraron que había sido asesinado en aquel ataque al campamento. Vi su nombre en las listas, una línea de tinta fría y definitiva entre las víctimas. Lloré por él. Lloré su ausencia, lloré su cámara apagada para siempre, lloré todas las historias que ya no podría contar, todas las risas que ya no compartiríamos. Lloré hasta quedarme vacía, hasta que el dolor se convirtió en una cicatriz sorda en mi alma.
Y ahora… ahora está aquí. Respirando. Vivo.
—¡Luis!
El grito rasga el silencio tenso de la habitación. No pienso. Solo actúo. Suelto la mano de Kerim y corro hacia él, mis piernas torpes, descoordinadas por el shock. Tropiezo con las patas de una silla metálica, me tambaleo peligrosamente, pero no me importa. Nada importa más que llegar a él. Me lanzo, literalmente me arrojo hacia él, y mis brazos lo rodean con una fuerza desesperada.
Al principio, su cuerpo está rígido bajo mi abrazo. No reacciona. Es como abrazar a una estatua, a un fantasma. Siento un pánico helado trepar por mi espalda. ¿Y si no es él? ¿Y si mi mente me está jugando una mala pasada? Pero entonces, lentamente, como si su alma estuviera regresando a su cuerpo desde un lugar muy lejano, siento un temblor recorrerlo. Sus brazos, vacilantes al principio, luego con una fuerza que reconozco, me rodean también. Me aprietan contra su pecho con una necesidad tan palpable como la mía.
Y entonces me rompo. Las lágrimas que creí haber agotado brotan de nuevo, calientes y amargas, un torrente imparable que empapa su camisa gastada. Lloro como no he llorado desde que era una niña, con sollozos que me sacuden el cuerpo entero. No son lágrimas de tristeza, no del todo. Son lágrimas de incredulidad, de alivio tan profundo que duele, de una alegría tan inesperada que se siente como una herida abierta. Me aferro a él, inhalando su olor –una mezcla de polvo, encierro y él mismo, ese olor familiar que creí perdido para siempre–, necesitando sentir la solidez de su cuerpo bajo mis manos para convencerme de que esto es real.
Luis se aferra a mí con la misma desesperación, su rostro enterrado en mi cabello. Puedo sentir los latidos erráticos de su corazón contra mi mejilla. Murmura mi nombre una y otra vez, "Valeria, Valeria…", como si también necesitara pronunciarlo para creerlo. Cuando finalmente nos separamos un poco, le toco el rostro con manos temblorosas. Recorro la línea de su mandíbula cubierta por una barba de varios días, la curva de sus labios, la vieja cicatriz blanca junto a su ceja izquierda, esa que se hizo a los diecisiete años intentando una estupidez en bicicleta y de la que siempre se reía. Está aquí. Es él. Vivo. Tan real como el suelo bajo mis pies.
Pero hay algo en sus ojos… algo que no estaba antes. Una sombra. Una grieta profunda en su mirada, como si una parte de él se hubiera roto irreparablemente en el tiempo que estuvo desaparecido. La alegría del reencuentro se ve teñida por esa constatación dolorosa.
Me doy cuenta vagamente de que Kerim y Hassan están unos pasos detrás de nosotros, observando la escena en silencio. Veo de reojo cómo se dan un abrazo breve, masculino, cargado de camaradería forjada en el peligro y la urgencia compartida. No hay tiempo para largas muestras de emoción entre ellos; se miran con la intensidad de dos hombres que han sobrevivido a demasiadas batallas juntos, que se necesitan mutuamente, vivos y enteros, para tener alguna posibilidad de ganar la que se avecina. Hay gratitud en sus ojos, pero sobre todo, una determinación renovada.
Vuelvo mi atención a Luis, con mi voz temblando todavía.
—Pensamos que habías muerto, Luis. Dios mío… nos dijeron que… que estabas entre las víctimas del ataque…
—Lo sé —me interrumpe, y su voz es baja, ronca, como si no la hubiera usado mucho últimamente. Hay un deje amargo en ella—. Me sacaron antes de que todo ocurriera. Fue… un intercambio. Algo turbio. No entiendo todos los detalles… Pero me mantuvieron oculto. Aislado. Hasta que Hassan… hasta que sus hombres me encontraron hace poco.
La confusión me golpea de nuevo.
—¿Pero por qué? ¿Quién querría hacer algo así? ¿Sacarte y luego fingir tu muerte?
Una mueca de profundo cinismo tuerce sus labios.
—El presidente. O la gente que mueve sus hilos. Querían usarme —dice, y la amargura en su voz se intensifica—. Como moneda de cambio o como anzuelo para amedrentar a los medios de Margarita, ella se hizo apartar o eso entendí. Como palanca contra… bueno, contra cualquiera que les molestara. Pero sobre todo, me necesitaban callado. Sabía demasiado sobre algunas de sus operaciones encubiertas en el norte. El ataque al campamento donde supuestamente morí… fue una farsa. Una masacre orquestada por ellos mismos para eliminar testigos inconvenientes y, de paso, eliminarme a mí del mapa oficialmente. Los informes de víctimas… una mentira más en su larga lista. Quienquiera que diera la orden… lo hizo para enviar un mensaje claro y brutal: nadie está a salvo de su alcance. Pueden hacer desaparecer a cualquiera. Pueden reescribir la realidad a su antojo. El propio gobierno del Sefirá.
Un escalofrío glacial recorre mi espalda al comprender la magnitud de la crueldad y la manipulación. La frialdad con la que juegan con las vidas humanas, con la verdad. Kerim se acerca y me rodea los hombros con un brazo, un gesto protector y de apoyo. Nos miramos los tres –Luis, Kerim y yo– y por un instante fugaz, siento que el tiempo se detiene de verdad, que el pasado doloroso y el futuro incierto están suspendidos en este pequeño sótano húmedo, esperando nuestra próxima jugada, nuestra decisión.