El Secreto de la Vida

Capítulo 45

Narrado por KERIM

La pantalla parpadea, mostrando los planos tridimensionales de esa monstruosidad arquitectónica que llaman El Infinito. Es la actual sede del poder del Presidente, la fortaleza que alberga la mentira que ha desangrado a nuestro pueblo durante generaciones. Niveles sobre niveles de acero y hormigón, pasillos ocultos como venas secretas, rutas de acceso subterráneas que serpentean bajo la ciudad como las raíces de un árbol enfermo y un único objetivo que buscamos concretar.

El mapa digital pulsa con una luz azulada, casi como si tuviera vida propia, un organismo cibernético que guarda en su corazón el premio y el veneno: el libro. El Secreto de la Vida. Tan cerca y tan extrañamente lejos.

—Este pasaje aquí, en la planta menos dos —la voz de Hassan es baja, rasposa, cortando el silencio expectante. Su dedo traza una línea brillante en la pantalla táctil, ampliando una sección del laberinto subterráneo—. Está conectado directamente con la ruta de mantenimiento principal de las torres de comunicación que coronan el edificio. Es un punto ciego en sus sistemas de vigilancia habituales, un vestigio de la construcción original que no actualizaron correctamente.

Asiento despacio, mis ojos van siguiendo la línea que indica. Mi mente corre a mil por hora, visualizando el túnel oscuro, el olor a polvo y a cables recalentados, el sonido de nuestras propias respiraciones contenidas resonando en el espacio confinado. Siento el frío del metal contra mi piel, el peso del equipo, la tensión eléctrica en el aire antes de la brecha.

—Si conseguimos cortar la energía principal del sector específico durante exactamente doce minutos —continúa Hassan, sus ojos parecen encontrase con los míos por un instante, evaluando mi comprensión, mi determinación—, podrán atravesar esa sección y acceder al hueco del ascensor de servicio sin activar los sensores térmicos ni las placas de presión. Doce minutos. Ni uno más, ni uno menos. Después, los generadores de emergencia restaurarán la energía en cascada y quedarán atrapados.

El plan es audaz. Preciso hasta la locura. Depende de una sincronización perfecta, de la habilidad de nuestros equipos externos para crear la distracción y el corte de energía en el momento exacto acorde a la información privilegiada con la que contamos, y de nuestra propia capacidad para movernos rápido y en silencio en el corazón de la bestia. Un solo error, un solo retraso, un solo ruido inesperado, y todo se irá al infierno. Las vidas de los que entren conmigo penderán de ese hilo de doce minutos. La mía también, pero eso ya no importa. Lo que importa es el objetivo. La verdad.

—¿Cuánta gente necesitamos dentro? —pregunto, mi voz sonando más firme de lo que me siento por dentro. La responsabilidad pesa sobre mis hombros como una losa de plomo. Cada decisión que tomo, cada hombre que asigno, es una vida que pongo en la balanza.

Hassan se toma un segundo, sus ojos regresan a la pantalla, calculando.
—Cuatro —responde finalmente—. Un equipo mínimo y ágil. Pero solo dos deben acceder al piso superior, a la cámara donde se supone que está el libro. Los otros dos deben asegurar la ruta de escape, cubriendo la salida desde el hueco del ascensor y el pasillo de mantenimiento. Necesitamos velocidad y sigilo absoluto en la fase de infiltración y extracción. Menos gente, menos ruido, menos riesgo de detección.

Cuatro hombres. Incluyéndome a mí, por supuesto. No pediré a nadie que vaya a un lugar al que yo no esté dispuesto a ir primero. Es mi responsabilidad. Mi carga. Pienso en los rostros de mis hombres más leales, en sus habilidades, en sus familias. ¿A quién elegir? ¿A quién condenar si algo sale mal? La elección es una tortura silenciosa que se añade al peso ya insoportable que cargo.

Mientras mi mente lucha con estas decisiones tácticas y morales, un sonido diferente se filtra en mi conciencia, rompiendo la tensión concentrada de nuestra planificación. Viene de un rincón más allá del patio principal, una zona donde los últimos rayos de sol aún doran la piedra y la sombra danzante de una vieja enredadera trepadora dibuja patrones efímeros en el suelo. Es una risa. Una risa clara, genuina, que resuena con una vida que parece casi obscena en este lugar de sombras y planes de muerte.

Es la risa de Valeria.

Giro la cabeza casi imperceptiblemente, mis ojos buscando la fuente del sonido. Y allí están. Sentados juntos en un banco de piedra bajo la enredadera, compartiendo un termo humeante y una conversación que parece absorberlos por completo. Valeria está inclinada hacia Luis, con su rostro animado, sus ojos brillantes. Él le dice algo, y ella vuelve a reír, echando la cabeza hacia atrás. Es un sonido que, como dice el maldito poeta que llevo dentro y que odio admitir que existe, podría reconstruir ciudades en ruinas. Pero para mí, ahora mismo, es también como el giro lento de un cuchillo en una herida abierta. Luis la escucha con una atención tranquila, una pequeña sonrisa en sus labios, aunque la sombra que vi en sus ojos cuando lo encontramos en aquel sótano inmundo no ha desaparecido del todo. Hay una intimidad fácil entre ellos, una conexión forjada en un pasado que yo no comparto, cimentada por la experiencia compartida de haber llorado una muerte que no fue y haber sobrevivido para contarlo.

Siento una punzada aguda en el pecho, una mezcla compleja y venenosa de emociones que lucho por mantener a raya. No es simple envidia. No son celos adolescentes, aunque una parte primitiva de mí gruñe ante la cercanía de otro hombre a ella, aun conociendo algunos detalles sobre su sexualidad. Es algo más profundo, más doloroso. Es el reconocimiento de un vínculo que les pertenece solo a ellos, un territorio al que yo no tengo acceso. Es verla tan… viva, tan luminosa junto a él, y sentirme como una sombra a su lado, un hombre marcado por la guerra, por la oscuridad, por secretos que no puedo compartir.




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