El Secreto de la Vida

Capítulo 50

Narrado por KERIM

El traje es una prisión de tela gris oscura. Me aprieta en los hombros, me restringe el movimiento, y el cuello alto parece empeñado en estrangularme lentamente. Es una réplica impecable, sí, hasta el último detalle: los guantes finos que ocultan mis manos callosas de soldado, el corte preciso, el distintivo falso en la solapa que brilla con una autoridad prestada. Cada elemento ha sido preparado al milímetro por los pocos recursos que nos quedan, una apuesta desesperada basada en la audacia y el engaño. Pero llevarlo se siente como una traición a mí mismo, una máscara incómoda sobre la rabia y la urgencia que me consumen por dentro. Es la piel del enemigo, y me pica, me asfixia.

A mi lado, Hassan se mueve con la fluidez silenciosa de una sombra. Su rostro es una máscara de calma profesional, la expresión neutra del funcionario experimentado que navega por los corredores del poder. Pero conozco esa calma. Es la quietud de la superficie de un océano profundo y tormentoso. He visto esa mirada en él antes, en situaciones límite. Es la calma de quien ha sobrevivido a innumerables mentiras, a traiciones que dejarían a otros hombres destrozados. Es la calma de quien lo ha perdido casi todo y ya no tiene mucho más que perder. Él es mi último recurso, la llave maestra que nos permite siquiera intentar esta locura, el único con las credenciales y el conocimiento interno para llevarnos hasta aquí. Dependo de él, y odio esa dependencia, odio poner esa carga sobre sus hombros cansados. Pero no hay otra opción.

El acceso a la planta ejecutiva, al círculo más interno del poder, se realiza con una facilidad que me pone los pelos de punta. Los pasillos son silenciosos, lujosos, patrullados por guardias de élite con miradas frías y entrenadas. Nos observan, sí, pero no hay una alarma real en sus ojos. Mi uniforme falso, combinado con la presencia de Hassan, parece desactivar las sospechas. Un saludo protocolario aquí, una verificación rápida de credenciales allá… y las puertas se abren. Avanzamos sin obstáculos, como si fuéramos parte legítima de este circo de poder.

Todo ha sido demasiado fácil.

La frase es una sirena de alarma que aúlla en mi cabeza. Demasiado sencillo. Demasiado fluido. Conozco a este régimen. Conozco su paranoia, su control obsesivo. Debería haber más controles, más escrutinio, especialmente después de mi desafío abierto, después de mi fuga. Algo anda mal. Muy mal. Es una sensación visceral, un instinto de soldado que grita peligro inminente. ¿Es arrogancia por su parte, la confianza ciega en que somos una amenaza contenida? ¿O es algo más siniestro? ¿Una trampa cuidadosamente preparada? La tensión se acumula en mi pecho, un nudo apretado que dificulta la respiración. Miro de reojo a Hassan. Su rostro sigue impasible, pero noto una mínima tensión adicional en su mandíbula, un brillo casi imperceptible de alerta en sus ojos. Él también lo siente.

Llegamos a las imponentes puertas dobles del despacho presidencial. Los dos guardias apostados allí nos miran sin expresión. Intercambian unas palabras con Hassan. Verifican algo. Espero el momento en que suenen las alarmas, en que nos ordenen detenernos, en que las armas aparezcan de la nada. Pero no sucede. Un leve asentimiento. Las puertas se abren hacia adentro, revelando el ante-despacho.

Cruzamos el umbral. Avanzamos por la sala vacía hacia la puerta interior. Mi mano va instintivamente hacia el arma oculta bajo mi chaqueta, pero me obligo a mantenerla quieta. No todavía. Hassan abre la última puerta sin llamar.

Y entramos en la guarida.

Lo encontramos como lo había imaginado Valeria desde su escondite precario: de pie, junto a la gran mesa de madera oscura, revisando un dossier con aire concentrado. La luz de la tarde que entra por los ventanales blindados perfila su figura, resaltando las canas en sus sienes. No nos oye entrar al principio.

—Presidente —digo con la voz controlada, adoptando el tono respetuoso pero firme de un oficial superior de su guardia. Bajo ligeramente la cabeza, completando la farsa.

Se vuelve, la sorpresa inicial ante la interrupción transformándose rápidamente en irritación. Sus ojos, fríos como el acero, barren la habitación, deteniéndose primero en Hassan, luego posándose en mí.

El instante se congela. Veo el proceso en su mirada, una secuencia rápida y brutal. Primero, la confusión. ¿Quiénes son estos hombres irrumpiendo sin anunciarse? Luego, el reconocimiento parcial de Hassan, el funcionario caído en desgracia. Y finalmente, sus ojos se clavan en los míos. La máscara de irritación se resquebraja. La incredulidad lucha contra la evidencia. Veo el destello de furia pura al reconocerme, al comprender la audacia, la imposibilidad de mi presencia aquí. Y bajo la furia, fugaz pero inconfundible, una chispa de sorpresa… o quizás, solo quizás, de miedo genuino. Da un paso atrás instintivamente, su mano buscando a tientas bajo el borde de la mesa. La alarma.

Pero somos más rápidos. Hassan ya está en la puerta, cerrándola con llave desde dentro. El clic metálico del cerrojo es un punto final. Definitivo. Estamos encerrados. Los tres.

El presidente recupera el control casi al instante. La furia se congela en una máscara de hielo. Nos mira fijamente, evaluando la situación, su mente trabajando a toda velocidad. Puedo ver la maquinaria detrás de sus ojos calculando las probabilidades, buscando una salida.

Doy un paso hacia él. Lento. Deliberado. Y empiezo a quitarme los guantes. El gesto es mi declaración de intenciones. El suave roce del cuero es el único sonido, aparte del zumbido casi inaudible de algún aparato electrónico. Me quito el primero. Luego el segundo. Los dejo caer al suelo alfombrado. Mis manos desnudas. Mi identidad revelada. Ya no hay máscaras. Ya no hay farsa. Soy Kerim. El hombre que creyó destruir. El fantasma que ha vuelto para ajustar cuentas.

Levanto la cabeza y lo miro directamente a los ojos. Dejo que vea todo. La determinación fría. La rabia contenida durante años. El dolor por todo lo perdido. La promesa de un final. Mi voz, cuando hablo, es baja, pero corta el aire tenso como un cuchillo.




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