El Secreto de la Vida

Capítulo 54

Narrado por VALERIA

Las paredes son demasiado lisas. Demasiado perfectas. Es lo primero que me golpea, incluso antes que la ausencia de barrotes o el silencio artificial. No hay grilletes fríos mordiendo mis muñecas, ni vendas ásperas sobre mis ojos. No estamos en una celda húmeda y oscura con el hedor metálico a óxido y desesperación que imaginé tantas veces en mis peores pesadillas. En su lugar, nos tienen en una especie de ala de hospital de lujo, o quizás un hotel de diseño minimalista con muy mala reputación. Camas perfectamente tendidas con sábanas blancas e impecables. Iluminación cálida y difusa que emana de paneles en el techo, diseñada para calmar, para adormecer. Paredes de un color neutro y anodino, sin una sola grieta, sin un solo grafiti de protesta o esperanza. Y una calma. Una calma antinatural, pulcra, que huele a encierro sofisticado, a jaula dorada.

Sí, nos tienen capturados. No hay duda de eso. Después del caos en el despacho del presidente, después de mi arrebato de furia casi homicida y la intervención de Kerim, fuimos reducidos con una eficiencia fría y profesional por una oleada de guardias que parecieron materializarse de la nada. No hubo más disparos, no hubo más gritos. Solo la contención rápida, la separación, el traslado a este lugar desconocido. Pero no nos tratan como prisioneros de guerra convencionales. No somos enemigos a los que se tortura o se ejecuta sumariamente. Somos… algo más. Algo diferente. Testigos incómodos, quizás. Actores en una obra que ha llegado a un intermedio inesperado. Fichas de un valor aún indeterminado en un juego mucho más grande, piezas que sus captores todavía no saben si reciclar para un nuevo propósito, intercambiar por algo de mayor valor, o simplemente eliminar discretamente cuando ya no sirvan. La incertidumbre es, en sí misma, una forma de tortura.

Estoy en lo que parece una sala de descanso o una habitación de invitados de alto standing. Muebles de líneas limpias y funcionales, de madera clara y metal cepillado. Una planta de plástico, ridículamente verde y perfecta, en una esquina, un insulto a la naturaleza. Un vaso de agua, lleno hasta el borde, descansa intacto sobre una mesita de centro de cristal, una ofrenda irónica de hospitalidad. El aire acondicionado zumba con un murmullo constante y sin alma, manteniendo la temperatura en un nivel de confort artificial que me crispa los nervios. He estado en muchas salas de espera como esta a lo largo de mi carrera periodística, esperando entrevistar a políticos, a empresarios, a víctimas. Pero ninguna me había parecido tan inquietantemente limpia y tan profundamente vacía al mismo tiempo. Limpia como si quisieran borrar cualquier rastro de la violencia, de la sangre, de la culpa. Vacía como para recordarnos constantemente que estamos solos, aislados, a merced de nuestros captores.

Kerim. Su nombre es una espina clavada en mi pecho. Está a solo dos puertas de la mía, en una habitación idéntica a esta. Lo sé porque esta mañana, cuando el primer rayo de luz artificial se filtró por la persiana sellada, escuché su voz en el pasillo. Estaba hablando con uno de los oficiales que nos vigilan, y usaba ese tono bajo, autoritario, con un deje de mando contenido, ese mismo tono que tantas veces me atrajo, que me hizo sentir segura, que me hizo creer en él. Ahora, ese tono me repugna. Me revuelve el estómago. Porque lo reconozco demasiado bien. Porque esa misma voz, con sus matices de fuerza y vulnerabilidad calculada, fue la que me envolvió desde el principio. Cuando, según sus propias palabras y las del maldito presidente, me “eligió”. O, más exactamente, me cazó. Como a un animal desprevenido.

Y lo odio. Dios, cómo lo odio. La palabra es un veneno amargo en mi boca, un fuego helado en mis venas. Pero no es un odio simple, limpio. Es un odio complicado, sucio, enredado con otras emociones que lucho desesperadamente por reprimir. Lo odio porque, a pesar de todo, a pesar de la traición y la manipulación, una parte estúpida y herida de mí todavía recuerda cómo lo amé. O cómo creí amarlo. Porque me enamoré de una ilusión, de un personaje cuidadosamente construido para engañarme. Porque fui tan increíblemente ciega, tan desesperadamente necesitada de creer en algo bueno en medio de la guerra, que creí que él veía en mí a Valeria, la mujer, la periodista con sus propias ideas y su propia voz, no a Valeria, la herramienta útil, el peón extranjero perfecto para su mensaje político.

Me levanto de la silla incómoda, incapaz de soportar la quietud por más tiempo. La adrenalina de la confrontación ha remitido, dejando paso a un agotamiento profundo y a una rabia sorda que me consume por dentro. Comienzo a caminar de un extremo al otro de la habitación, midiendo los pasos, sintiéndome como un animal enjaulado. Son apenas seis pasos de pared a pared. Seis pasos de ida, seis pasos de vuelta. Una y otra vez. El movimiento es inútil, pero es lo único que me impide gritar.

Miro por la pequeña mirilla de la puerta. Los pasillos son largos, rectos, impersonales, iluminados con la misma luz artificial y fría. No hay adornos en las paredes, no hay cuadros, no hay nada que rompa la monotonía funcional. Al final de cada tramo, como centinelas inmóviles, hay soldados. No son los guardias de élite con uniformes de gala que vimos en El Infinito. Estos visten uniformes tácticos de color oscuro, sin insignias visibles. No llevan armas largas a la vista, solo las pistolas reglamentarias en sus fundas. No gritan órdenes. No nos miran con hostilidad ni con compasión. Simplemente nos vigilan. Con una neutralidad escalofriante, casi inhumana. Como si no fueran personas, sino parte del mobiliario, autómatas programados. Como si estuviéramos atrapados en una simulación de alta tecnología, un experimento social macabro.

Luis está en otra ala del complejo, según me informó secamente uno de los oficiales cuando pregunté por él. “Está recibiendo atención médica y será interrogado cuando se considere oportuno”. La frialdad de la respuesta me heló la sangre. ¿Qué le están haciendo? ¿Está herido de gravedad? La culpa por haberlo dejado atrás en la cámara acorazada vuelve a atenazarme. Hassan está más cerca, en algún lugar de este mismo pasillo. Lo vi esta mañana, fugazmente, cuando lo escoltaban por el corredor. Iba a “declarar”, me dijeron. Nuestros ojos se cruzaron por un instante. Él me miró con una mezcla de preocupación y resignación. Yo bajé la vista, incapaz de sostener su mirada. Hay demasiadas grietas en la confianza que una vez tuvimos, demasiadas preguntas sin respuesta, demasiadas traiciones flotando en el aire como polvo tóxico. No puedo mirarlo sin preguntarme cuánto sabía él del plan original de Kerim, cuánto tiempo me estuvo engañando también.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.