El Secreto de la Vida

Capítulo 57

Narrado por VALERIA

Estoy en una ciudad cuyo nombre apenas puedo pronunciar, en un país cuya lengua se enreda en mi lengua como un nudo marinero, pero que, irónicamente, ahora me ofrece el manto delicado y casi irreal del asilo político. Las Naciones Unidas por la Paz Urgente, conformación geopolítica conformada de manera brutal y avasallante tras el estallido de los resultados del libro, nos han acogido en un programa especial de resguardo para testigos clave. Un eufemismo elegante para decir que somos demasiado peligrosos o demasiado valiosos como para dejarnos sueltos por el mundo todavía. Nos movieron con una discreción propia de operaciones encubiertas, en aviones sin insignias, a través de aeropuertos secundarios, aislándonos por completo del ruido ensordecedor de los medios de comunicación que, según nos han dicho, hierven con la historia de El Secreto de la Vida y la caída del régimen, lo cual ahora nos ubica a Kerim y a mí como testigos clave de todo lo sucedido además de una suerte de superestrellas. Y ahora, por primera vez en días, quizás semanas, hay silencio. Pero es un silencio nuevo, diferente. No es el silencio opresivo y artificial de las celdas blancas de aquel complejo gubernamental, ni el silencio tenso y cargado de secretos de los despachos blindados del poder. Es un silencio manso, casi humano. El tipo de silencio que llega después de haber atravesado el infierno y haber sobrevivido para contarlo, aunque todavía no sepas muy bien cómo. El silencio del día después de la tormenta, cuando el aire aún huele a ozono y a tierra mojada.

Me encuentro en una habitación sencilla, impersonal pero no hostil. Las paredes están pintadas de un color crema suave, un intento de neutralidad que resulta casi relajante. Hay una cama con sábanas limpias, un escritorio pequeño y una silla funcional. Y una ventana. Una ventana de verdad, sin barrotes ni cristales blindados, que da a un jardín tranquilo donde algunas hojas de otoño, de un color dorado y cobrizo, caen perezosamente con la brisa. Un refugio. Así es como lo llaman nuestros anfitriones de la ONU. Una palabra que suena a tregua, a un alto el fuego temporal en la guerra que llevo librando dentro y fuera de mí. Pero la verdad es que yo no estoy en paz. Todavía no. La procesión de fantasmas es demasiado ruidosa en mi cabeza.

Tocan suavemente la puerta. Un par de golpes discretos. Me sobresalto, mi cuerpo aún programado para reaccionar al peligro inminente.
—¿Sí? —pregunto, con mi voz sonando más ronca de lo que esperaba.

La puerta se abre y aparece una mujer de mediana edad, vestida con el uniforme azul claro de las Naciones Unidas, una credencial con su foto y un código de barras colgando de un cordón alrededor de su cuello. Tiene una expresión amable, casi maternal, y unos ojos que parecen haber visto demasiado sufrimiento como para sorprenderse ya por nada. Asiente con una pequeña sonrisa tranquilizadora.
—Señorita Escobar, disculpe la interrupción. Hay alguien que ha venido a verla. Su tío. Está aquí.

La sorpresa me golpea como una ola, dejándome momentáneamente sin aliento, inmovilizada en el centro de la habitación. ¿Mi tío? ¿Aquí? No puede ser. No lo veía incluso desde antes que salí de mi país, hace ya años. Nuestras llamadas telefónicas se habían vuelto cada vez más esporádicas, los silencios entre nosotros más largos y pesados que las palabras. El mundo estaba lleno de guerras, y yo estaba en medio de una de ellas. Él, imagino, seguía con su vida tranquila, preocupado por mí desde la distancia, sin entender del todo mis elecciones. Pero ahora está aquí. En esta ciudad extraña, al otro lado del mundo. Caminando hacia mí.

Cuando lo veo entrar en la habitación, el hombre que fue casi un padre para mí después de que el mío se fuera, siento que se me encoge el corazón. El tiempo lo ha cambiado, por supuesto. Tiene el cabello mucho más gris, casi blanco en las sienes. Las manos que se acercan a mí parecen más huesudas, la piel más delgada, manchada por la edad. Hay nuevas arrugas alrededor de sus ojos, surcos profundos que hablan de preocupaciones y noches en vela. Pero su abrazo… su abrazo sigue siendo exactamente el mismo. Fuerte, cálido, protector. Un refugio dentro de este refugio. Un hogar momentáneo en medio del caos que ha sido mi vida.

—Valeria… mi pequeña Valeria… Perdóname por haberme alejado este tiempo de ti—su voz es apenas un susurro tembloroso, cargado de un amor incondicional y una pena profunda que me atraviesa el alma—. Caramba, cielo, mírate: haz logrado tanto…

Intento decir algo, responder, pero no puedo. Las palabras se ahogan en mi garganta. Y entonces, me derrumbo. Literalmente. Mis piernas ceden y me dejo caer entre sus brazos, aferrándome a él como una niña perdida. El llanto que tanto había reprimido, el que mantuve a raya en los pasillos helados de El Infinito, en la oscuridad asfixiante de los conductos de ventilación, frente a los cuerpos caídos y la traición de Kerim, ahora brota sin resistencia, con una fuerza torrencial. Son sollozos desgarradores, espasmos que sacuden todo mi cuerpo, lágrimas que queman mis mejillas y empapan la tela de su camisa. Lloro por Luis, por su valentía y su posible sacrificio. Lloro por Hassan, atrapado en su propia red de lealtades y secretos. Lloro por la periodista que fui y que ya no sé si podré volver a ser. Lloro por la mujer ingenua que se dejó engañar, que creyó en promesas vacías. Y sí, maldita sea, también lloro por Kerim, por el hombre que creí conocer y por el dolor de su traición.

Mi tío no dice nada. Solo me abraza más fuerte, me acuna contra su pecho, dejando que el torrente de dolor fluya libremente. Me acaricia el cabello con una ternura infinita, susurrando palabras suaves y tranquilizadoras al oído. Me dice que está orgulloso de mí, inmensamente orgulloso. Que siempre supo que yo tenía un fuego especial por dentro, una pasión por la verdad y la justicia que me llevaría lejos, aunque a veces por caminos peligrosos. Que nunca se equivocó al confiar en que yo sabría cuándo hablar y cuándo callar, cuándo luchar y cuándo esperar.




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