El Secreto de la Vida

Capítulo 61

Narrado por VALERIA

El juicio contra Kerim Quismet comienza bajo un cielo gris y plomizo que parece reflejar el ánimo colectivo de un mundo en vilo. La lluvia de flashes de las cámaras es incesante, una tormenta eléctrica artificial que me ciega y me aturde cada vez que entro o salgo del edificio. Los titulares de los periódicos y los cintillos de las noticias son como susurros venenosos que se deslizan por debajo de las puertas, intentando pintar un retrato simple y monstruoso de un hombre y una situación que son todo menos simples. La sala del tribunal internacional de justicia, con su arquitectura moderna y solemne, sus maderas nobles y sus cristales blindados, debería ser un templo dedicado a la búsqueda de la verdad. En cambio, se ha convertido en una trinchera mediática, en un coliseo donde facciones invisibles luchan por imponer su narrativa, por controlar el relato final de esta historia que ha sacudido los cimientos de nuestra civilización.

Cada mañana, cuando las puertas de cristal blindado se abren para dar paso a las partes involucradas, un enjambre de periodistas se precipita hacia adelante como una ola humana, sus cámaras y micrófonos extendidos como armas, sus rostros tensos por la avidez. Es como si la historia misma, en su forma más pura y objetiva, dependiera de conseguir una imagen más, un ángulo nuevo del hombre acusado de traicionar al mundo, de haber jugado a ser Dios con el artefacto más sagrado y misterioso de nuestra herencia.

Yo estoy sentada en la segunda fila, un lugar privilegiado y a la vez tortuoso que he conseguido gracias a mi estatus de testigo clave y a la intervención de abogados de derechos humanos que se han interesado por el caso. Justo detrás del banco de la defensa. Desde aquí, puedo ver la nuca de Kerim, la tensión en sus hombros, cada pequeño movimiento de su cabeza. Mis manos, ocultas en mi regazo, tiemblan sin control, un temblor fino y constante que delata el caos que ruge en mi interior. Pero mi mirada, esa sí la mantengo firme, clavada en él, como un ancla en medio de la tormenta.

Kerim Quismet. El hombre que fue ministro, fugitivo, estratega, amante, mentiroso y salvador, todo en uno. Ahora, está sentado allí, con el cabello oscuro cuidadosamente atado en una pequeña coleta, vistiendo un traje gris, anónimo, que le queda un poco grande, como si hubiera perdido peso en estas últimas semanas de detención. Unas esposas discretas, casi elegantes, rodean sus muñecas, un símbolo constante de su cautiverio. No hay rastros del calculador y a veces arrogante ministro de defensa que conocí. Tampoco del fugitivo desesperado y letal que luchó por su vida en las ruinas del Infinito. Hay otro hombre. Un hombre despojado de sus títulos, de su poder, de sus armas. Hay un ser humano. Culpable, sí, de muchas cosas. De arrogancia, de secretismo, de haber jugado una partida demasiado peligrosa. Pero no un monstruo. No como la fiscalía quiere pintarlo.

Las acusaciones que se leen en la primera sesión son feroces, diseñadas para aplastarlo bajo el peso de la ley internacional y la opinión pública. Lo acusan de crímenes de Estado, de alta traición, de manipulación de patrimonio cultural universal, y la más grave de todas: la instrumentalización de El Secreto de la Vida con fines personales y desestabilizadores. Cada fiscal que sube al estrado, con su toga y su retórica impecable, le añade una capa más al relato de su supuesta codicia y su megalomanía. Lo comparan con emperadores romanos que se creían dioses, con dictadores iluminados que llevaron a sus pueblos a la ruina en nombre de una visión retorcida. Un fiscal particularmente vehemente, con el rostro enrojecido por la pasión acusatoria, lo llama "el arquitecto de la mentira espiritual", una frase que se repite como un eco en todos los noticieros de esa noche. Con cada acusación, con cada epíteto venenoso, siento cómo una bola de fuego se forma en mi estómago. Contengo el grito, la necesidad primal de levantarme y gritarles que no entienden nada, que están juzgando al hombre equivocado, o al menos, juzgándolo por las razones equivocadas.

Cuando finalmente, después de días de testimonios y presentaciones de pruebas, llega el momento de que Kerim se ponga de pie para hacer su declaración inicial, el silencio en la sala es absoluto, casi sagrado. Incluso el enjambre de periodistas parece contener el aliento. Se levanta con una dignidad tranquila, sin prisa, y se dirige al tribunal. Su voz, cuando habla, no tiembla. No hay rastro de miedo ni de desafío en ella. Pero tampoco se defiende a gritos, no intenta justificar cada una de sus acciones con arrogancia. Habla con una calma casi desconcertante, la calma de un hombre que ha aceptado su destino, sea cual sea.

—Fui parte de un gobierno que cayó en la corrupción y la tiranía —comienza, su voz resonando con claridad en el silencio de la sala—. Y sí, tomé decisiones unilaterales. Sí, actué al margen de la ley establecida por ese mismo gobierno. Y sí, protegí el libro, El Secreto de la Vida. —Hace una pausa, y su mirada recorre lentamente los rostros de los jueces, de los fiscales, y por un instante fugaz, se detiene en mí—. Pero no lo protegí para usarlo como un arma, como se me acusa. Lo protegí, precisamente, porque sabía que muchos, incluyendo aquellos que me juzgan hoy, querían convertirlo exactamente en eso: en un arma de control, en una herramienta de poder, en un dogma para someter a las masas. Lo protegí para que la verdad que contiene, por compleja y peligrosa que sea, tuviera la oportunidad de revelarse por sí misma, no de ser impuesta.

En ese momento, siento que el mundo entero, no solo la sala del tribunal, contiene el aliento. Porque todos, desde los jueces hasta el último ciudadano que sigue el juicio por televisión, sabemos que El Secreto de la Vida es más que un simple libro. Es un espejo del alma. Una revelación personal e intransferible. Una fuerza de la naturaleza que nadie, ni científicos ni teólogos, ha logrado explicar del todo. Y la idea de que alguien intentara convertirlo en un arma es, para muchos, el verdadero sacrilegio.




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