El amanecer no trajo paz. Solo un silencio denso que pesaba sobre los cuerpos caídos y las ruinas que aún humeaban. El aire olía a ceniza y traición.
Mikeyla caminó entre los restos del campo, con la mirada perdida en lo que alguna vez fue esperanza. A su lado, Kael permanecía en silencio, observando el horizonte que se teñía de un rojo casi profético.
—No todos murieron —susurró él—. Hay quienes todavía creen en ti.
Mikeyla lo miró, con los ojos cansados, pero aún encendidos. —No es en mí en quien deben creer… sino en lo que juramos proteger.
A lo lejos, una figura emergió entre la bruma: Alexandra, su armadura partida, el cabello cubierto de sangre seca, pero el fuego en su mirada intacto.
El reencuentro no fue cálido, sino tenso. Dos almas unidas por un mismo destino, pero separadas por las decisiones que las habían marcado.
—Dijiste que nunca romperías el juramento —le reprochó Alexandra, su voz temblando entre rabia y tristeza.
—Y no lo hice —respondió Mikeyla con firmeza—. Pero a veces, proteger significa destruir.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, tan afiladas como la espada que Alexandra sostenía.
Kael dio un paso al frente. —El vínculo no puede romperse por el rencor. Si lo hacen, el sello de Mycrux caerá, y el mundo con él.
Un trueno resonó, aunque el cielo seguía despejado. Desde las sombras, una voz profunda habló con tono burlón:
—Ya es demasiado tarde para juramentos. El eco de lo que fueron no salvará a nadie.
Una grieta se abrió bajo sus pies, dejando escapar un viento oscuro que susurraba nombres olvidados. Mikeyla apretó el medallón del vínculo; su brillo vaciló, como si algo o alguien lo estuviera drenando.
El juramento que una vez las unió ahora pendía de un hilo, y el destino del mundo dependía de si el amor fraternal podía resistir al eco del olvido.
Editado: 13.11.2025