Durante semanas, los portales celestes permanecieron abiertos. Su resplandor podía verse desde los reinos arrasados por la oscuridad, como una promesa que se negaba a morir. Alexandra y Kael viajaban entre ruinas, aldeas ocultas y antiguas fortalezas, buscando a aquellos que aún conservaban algo más valioso que el poder: la fe.
La primera en unirse fue Erya, una sanadora ciega capaz de ver los hilos del alma. Donde otros veían heridas, ella veía memorias. Tocó el brazo de Alexandra y susurró:
—Tu corazón aún sangra por tu hermana. No dejes que ese dolor te convierta en lo que luchas por destruir.
El segundo fue Ryen, un exguardián del abismo que dominaba las sombras sin rendirse a ellas. Kael lo encontró meditando entre los restos de un templo destruido.
—¿Por qué ayudaría a la luz? —preguntó Ryen.
—Porque la oscuridad que tú dominas no te domina a ti —respondió Kael.
Ryen sonrió apenas. —Entonces luchemos por equilibrar lo que el mundo olvidó.
A medida que los días pasaban, nuevos rostros se unían: Lyra, una niña capaz de invocar fuego sin quemar; Taren, un guerrero que controlaba la gravedad; Serin, un anciano que podía hablar con los espíritus de los caídos. Cada uno de ellos había perdido algo a manos de Mikeyla… y en ese dolor encontraron el motivo para pelear.
El campo de entrenamiento fue levantado en un valle oculto por la niebla. Kael enseñaba estrategia y dominio de energía, mientras Alexandra guiaba a los nuevos reclutas en la sincronía del alma y la luz.
—No basta con luchar —decía ella—. La oscuridad no teme a la fuerza, teme a quienes recuerdan quiénes son.
Entre los ejercicios, Kael la observaba en silencio. Había en ella un fuego nuevo, distinto al que conoció antes. No era la inocencia de la princesa, ni la ira de la hermana herida. Era algo más profundo: la determinación de una líder nacida del dolor.
Una noche, mientras todos dormían, Alexandra se quedó sola mirando las estrellas. Sintió un temblor en su pecho… una conexión antigua. Mikeyla.
Por un instante, su sombra cruzó su mente como un susurro helado:
“No podrás detenerme, hermana. El mundo ya me pertenece.”
Alexandra apretó los puños.
—Entonces vendré por ti —susurró al cielo oscuro—. No para destruirte… sino para liberarte, aunque me cueste el alma.
Editado: 13.11.2025