El secreto de su voz

Capítulo 9

9

 

 

 

Estaba sentada en uno de los bancos de la plaza. Miraba hacia el pequeño parque para niños. Ese era el parque al cual íbamos antes de la inauguración el Locaut. Abrí el bolso y saqué la caja.

Dentro de ella había una ficha con un escrito que citaba:

 

Debes buscar un ayudante, no te dejaré estar sola más tiempo, y aún más si yo no puedo protegerte.

Debes hacerlo antes del mediodía, o no volverás a saber de mí.

 

Él me estaba pidiendo que consiguiera una persona que me ayudara, pero por mi mente eso me parecía algo absurdo. Nadie querría ayudarme, a sabiendas de mi reputación.

Di una mirada completa al parque y una vez más la sensación de ser observada se apoderaba de mí. Sentí un poco de miedo, escuché luego de eso pisadas, y ruidos extraños y caminé en dirección a los arbustos para ver de qué se trataba. Al llegar mi miedo desvaneció al darme cuenta que las pisadas y los ruidos extraños pertenecían a un pequeño perro callejero que buscaba comida en la basura. Me relajé y seguí mi andar.

Durante aquella madrugada pensaba en la persona indicada para ello, luego hacia un juego de diálogos en donde ellos salían huyendo en cuanto yo les decía que era un juego peligroso donde arriesgarían sus vidas. Quizás exageré, en mi mente aquella representación, me hizo reír, pero también me hizo dar cuenta de lo sola que me encontraba.

La noche en que parte de mi vida cambió, había decidido no aceptar la sugerencia de la única persona que se quedó cuando todos me dieron la espalda, Sebastián se quedó, cuando todos se fueron, sin embargo su estancia en mi vida no duró mucho tiempo; ella me había engañado y todo fue mi culpa, no debí querer recuperar nada. Quisiera devolver el tiempo y decirle a esa Natalie que no confiara en ella y no fuera a ese lugar. No entiendo cómo ella tuvo el cinismo para pedirme perdón al día siguiente.

Me dirigí al columpio, lo visualicé un momento, sentí suavemente las cadenas; estaban frías, el hierro era muy sólido y podía sentir como se mezclaban los sentimientos y recuerdos dentro de mí. Con la punta de mis dedos tocaba cada eslabón de la cadena y admiraba la sencillez y esbeltez de un simple columpio que me había causado tantas alegrías. Toqué la madera al final de las cadenas, el asiento estaba firme y la madera no estaba tan fría como las cadenas. El viento soplaba en dirección al este, haciendo que mi cabello se desordenara y se ondeara con la brisa helada. Lo cual ocasionó que mi piel se erizara y cerrara mis ojos dócilmente. Con mesura me senté en aquel columpio y empecé a mecerme, sintiéndome tan ligera con el aire, libre de equipaje, mirando al cielo, contemplando la majestuosidad de las estrellas y la creación de Dios en todo su esplendor. Por un instante era aquella Nita de seis años que no paraba de mecerse y desear ser como el viento que sopla, tan simple y grandioso aunque no lo viera pasar. Recuerdos hermosos venían a mi mente, en cámara lenta, cada vez que entrecerraba mis ojos y sentía la presteza de mi cuerpo. Me levanté, y comencé a caminar hacia uno de los bancos cerca del tobogán. No tuve prisa, ni angustia, simplemente me encontraba ahí, recordando lo que había sido de mí. Dejé mi bolso caer en el banco y luego me senté al lado del morral. Ahí, observando el panorama, comencé a pensar y analizar lo que acababa de escuchar.

‹‹Tatiana Martin sé que si tú fueras yo, usaría esta confesión a tu favor››.

Sin embargo, no sabía qué hacer. Sebastián creía que yo podía manejar la situación. Lo cual me parecía absurdo, si yo ni siquiera me lograba manejar a mí misma. Solo sentía tener el control de mí, cuando tomaba aquellas pastillas antes de dormir.

‹‹ ¿Cómo podré yo con todo esto?››.

Me acosté en el banco y miré al cielo. Trataba de pensar en todo eso, trataba de pensar en Sebastián, trataba de recordar cada detalle. Trataba de no perder el control y seguir respirando.

Los rayos de sol empezaron a pegarme en los ojos; me cubrí la cara y me desperté. Miré el reloj; eran las siete menos cuarto de la mañana. Recogí mi morral y caminé hacia mi casa.

A esa hora mis padres no estarían en casa. Entré por la parte trasera. Subí a mi habitación. Me duché y me vestí. Bajé a la cocina. Me serví un vaso con jugo y me preparé un sándwich. Me senté mirando hacia la sala. Recordé que mi hermano y yo solíamos sentarnos ahí. Él me hablaba de sus nuevas conquistas y de cómo era la secundaria en realidad. Jugaba con mi cabello y decía que solo él podía amarme sin excepción. Yo le respondía diciéndole que jamás me enamoraría de él; mi hermano me prometió que nadie me haría daño. Me prometió que siempre me amaría a pesar de ser fastidiosa. Me prometió que nunca me dejaría… luego de aquellos momentos cursis, comenzábamos a jugar y golpearnos suavemente hasta que a veces nos excedíamos y papá llegaba a separarnos, luego nos daba la charla de que “Los hermanos que se aman no se pelean” y él y yo respondíamos al unísono: “¡No estamos peleando!”.




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