PRÓLOGO

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Rafael se encontraba haciendo pesas en el gimnasio que don Alonso, su patrón, había instalado en el sótano de la casa. Aunque estaba aparentemente concentrado en seguir su rutina de ejercicios, su mente divagaba sin poder evitarlo, sumiéndolo en recuerdos que preferiría borrar por completo. Había estado en la cárcel cumpliendo condena por homicidio. Y aunque había tenido ciertos privilegios en prisión, gracias a don Alonso, su jefe y, además, el crimen había sido imprudencial y estado en cierta forma justificado, eso no quitaba el hecho de que él fuera simple y llanamente un asesino convicto.

Por eso no se atrevía siquiera a mirar a Mary, la empleada doméstica de la casa de quien él estaba enamorado en secreto. Ella le parecía la mujer más hermosa del mundo. Era bella, alegre, franca, directa, amable y servicial. Siempre tenía la sonrisa a flor de labios y su sola presencia iluminaba cualquier habitación en donde ella entrara.

Pero era inalcanzable para él. Ella tan limpia, tan pura, tan inocente, mientras él tenía un pasado asqueroso que había dejado sus manos manchadas de sangre y había perdido su alma.

Esa era la razón por la que la evitaba lo más posible y ni siquiera le dirigía la palabra. Incluso, ni siquiera se atrevía a mirarla de frente. Sentía que el sólo hecho de posar sus ojos en ella la corrompería de alguna manera y no quería cargar en su conciencia con el peso de dañar algo tan perfecto. Así que el amor que sentía por ella seguiría siendo su secreto más oculto. Nadie sabría sobre sus sentimientos. Para los demás, Rafael simplemente seguiría siendo el guardaespaldas de don Alonso Montemayor.

Negó en silencio, soltó un profundo suspiro lleno de dolor y siguió levantando pesas hasta que los músculos le dolieron.