La paz en los Cinco Reinos había sido durante siglos una palabra demasiado grande para caber en la boca de los hombres, pero igual la repetían, con fe o sin ella, porque sonaba bien. “Paz”. Un sonido suave, como el roce de la seda o el último suspiro antes de dormir. Nadie pensó que algún día esa palabra, tan vieja y brillante, se rompería como un cristal lanzado contra el suelo. Pero se rompió. Y con los fragmentos vinieron ellos: las criaturas de la oscuridad.
Nadie supo de dónde salieron. Algunos decían que nacieron del odio que los hombres escondían en el corazón, otros, que surgieron de las sombras de los dioses mismos, las sobras de su creación. Pero lo cierto es que no eran demonios —no como los que se mencionaban en las oraciones o en los cuentos para asustar niños—. No tenían forma, al menos no una que los ojos pudieran comprender del todo. Eran manchas que se movían, vacíos con intención, pedazos de noche que se deslizaban entre los árboles o bajo las camas. Y cuando uno los miraba, no veía solo oscuridad: veía cosas. Cosas que no deberían existir.
Los reinos, impotentes, temblaron ante ellos. Dioses, demonios, magos, elfos, incluso los reyes más orgullosos… todos sabían que su acero y su magia eran inútiles, que estas cosas no podían morir porque nunca habían nacido. Y entonces, en medio de esa desesperación que se siente en los huesos —esa que huele a humedad y ceniza—, apareció un mago. Sin nombre, sin linaje, sin historia. Nadie sabía de dónde había venido; algunos juraban que había salido de entre las raíces del bosque más viejo, otros que simplemente había estado allí todo el tiempo, esperando.
Ese hombre —si es que lo era— consiguió lo que nadie había logrado jamás: unir a los cinco reinos. Juntos, forjaron un arma. No era una arma cualquiera, sino una cosa viva, tan viva que parecía respirar en la oscuridad. Decían que dentro de ella se escuchaban voces cuando el viento soplaba lo bastante fuerte, y que quien la tocara sentiría no solo su poder, sino también su hambre.
Con esta arma lograron "destruir" a las criaturas de la oscuridad y la Paz volvió alos 5 reinos ahora más unidos que nunca pero el gran mago que la creo sabía que nada duraba. Ni la paz, ni la unión, ni el sentido común de los hombres. Sabía que un día moriría, y cuando eso ocurriera, la ambición —ese viejo veneno que todos llevan en la sangre— volvería a brotar. Porque el arma era demasiado poderosa, demasiado tentadora. Y el miedo a la oscuridad nunca fue tan grande como el deseo de dominarla.
Así que el mago hizo lo que solo los desesperados hacen: la dividió. Creó un mecanismo que impediría su mal uso, y con él, cuatro llaves. Una para los dioses, una para los demonios, una para los humanos y una para los elfos. Las repartió con la esperanza ingenua de que, mientras existieran esas llaves, el equilibrio se mantendría.
Por un tiempo, así fue. Los reinos prosperaron. Las guerras se convirtieron en historias, y las historias en canciones. Pero la muerte del gran mago fue como el primer trueno antes de la tormenta. Los humanos, siempre tan buenos para inventar razones para pelear, comenzaron a murmurar que los elfos los espiaban, que preparaban un ataque. Y cuando el miedo se mezcla con el poder, el resultado siempre es el mismo: sangre.
La guerra estalló y con ella la llave de los humanos se perdió. Nadie supo quién la tomó ni a dónde fue. Los siglos pasaron, y el recuerdo del arma se volvió un mito, un cuento para niños malcriados. Hasta que las criaturas regresaron.
La oscuridad —esa vieja conocida— volvió a deslizarse por los rincones del mundo, riendo sin boca, devorando sin ruido. Los dioses, desesperados, crearon guerreros bendecidos con su luz, hombres y mujeres que podían enfrentarse a las sombras. Y por un tiempo, funcionó. Hasta que uno de ellos mató a la esposa del rey demonio por órdenes divinas.
La guerra que siguió fue una de esas que cambian el color del cielo. Demonios contra dioses, luz contra fuego. Y cuando todo acabó, los dioses yacían muertos, sus templos vacíos y su llave perdida para siempre.
Ahora, sin los dioses, sin las llaves, sin nadie que sostuviera el orden, los reinos quedaron desnudos ante el horror. Y las criaturas —esas que nunca debieron regresar— caminaban otra vez sobre la tierra.