El secreto del rey demonio [boys Love]

Capítulo 1

Una hermosa joven avanzaba por las calles de la ciudad con la ligereza de quien no conoce el peso de las miradas ajenas, o tal vez lo conoce demasiado bien y ha decidido ignorarlo. Su vestido, de un rosa suave que parecía beber la luz del sol, se movía con ella como si tuviera voluntad propia, como si la tela misma se resistiera a tocar el polvo del suelo. En su pecho brillaban bordados dorados, tan finos que parecían respirar, y su cabello —largo, castaño, de un brillo casi líquido— caía sobre sus hombros con la paciencia de una cascada que ha aprendido a no hacer ruido.

La gente la miraba, claro que la miraba. Era imposible no hacerlo. No solo por su belleza, sino por esa forma suya de existir como si el mundo no pudiera tocarla. En un lugar donde las mujeres caminaban cabizbajas y medían sus palabras con cuidado, ella avanzaba sonriendo, mirando de frente, dejando tras de sí una estela de murmullos. Algunos la miraban con desaprobación; otros con envidia. Y unos pocos —los más sabios o los más viejos— con una especie de tristeza, como si supieran que la belleza así siempre termina mal, que algo tan perfecto solo puede ser el preludio de una desgracia.

Detrás de ella, caminaba un joven hombre solo unos años mayor que ella.

No hablaba, no hacía falta. Su sola presencia bastaba para llenar el espacio entre ambos, como una sombra que no proyecta oscuridad, sino silencio. Su cabello rubio, perfectamente peinado, parecía hecho para reflejar la luz; sus ojos, de un azul que rozaba lo irreal, tenían la calma de quien lo observa todo y lo juzga en silencio. Su atuendo —verde profundo con bordados dorados que atrapaban la mirada— parecía recién sacado de un retrato colgado en una galería antigua, de esos que uno no puede mirar demasiado tiempo sin sentir algo extraño.

Y en su mano sostenía el abanico. Ah, el abanico…

Hecho de plumas blancas tan puras que resultaban casi inquietantes, con pequeñas piedras preciosas que atrapaban cada rayo de luz y lo devolvían multiplicado, como si el objeto mismo respirara vanidad. Arzhel lo abría y cerraba con un movimiento medido, pausado, como si cada despliegue de plumas fuera parte de un ritual secreto.

A los ojos de los transeúntes, ambos eran demasiado distintos para pertenecer a ese lugar.

De repente ella se detuvo frente a un pequeño puesto callejero. Los collares colgaban de cuerdas viejas, y las piedras —falsas, en su mayoría— relucían bajo la luz de la tarde como si fingieran ser algo más de lo que eran. La joven los observaba con una curiosidad infantil, una chispa de alegría que desentonaba con el gris del entorno.

El vendedor, un hombre de barba descuidada y sonrisa cansada, la atendió con entusiasmo. Pero cuando vio al joven que se detenía tras ella, su expresión cambió. En los ojos del comerciante se encendió ese brillo servil que solo aparece cuando huele dinero.

—A su esposa le quedará hermoso este collar —dijo, casi en un susurro, como si estuviera revelando un secreto.

Arzhel apenas sonrió, y fue un gesto leve, controlado, tan medido como todo en él.

—Sé que le quedará bonito —respondió con voz suave, casi perezosa, pero que contenía algo imposible de ignorar: autoridad.

Ella lo miró con un destello de emoción.

—¿Me lo vas a comprar, Arzhel? —preguntó, como si la respuesta pudiera determinar el resto del día.

Él asintió.

—Es tu cumpleaños Elis—dijo—. Te prometí que te compraría lo que desearas.

La sonrisa de Elis iluminó el momento, tan pura y brillante que el vendedor, por un instante, pareció olvidar el negocio y simplemente mirarla. Ella se lanzó a abrazar a Arzhel, sin importarle las miradas o los murmullos. Y él, como quien repite un gesto aprendido, le acarició la cabeza con ternura contenida, mientras sus ojos —tan fríos como hermosos— parecían estar muy lejos de allí, en otro lugar, o en otro tiempo.

Cuando la joven se apartó, él sacó su monedero y dejó caer las monedas en la mano del vendedor. El sonido metálico retumbó más de lo que debía, como si las monedas pesaran con algo más que oro.

Elis tomó el collar entre los dedos con la delicadeza de quien sujeta algo vivo; la pieza parecía demasiado ligera para lo que prometía, y sin embargo, cuando ella la sostuvo frente al sol, las facetas devolvieron una lluvia de puntitos de luz que se clavaron en la cara del vendedor como agujas diminutas. Lo acercó a Arzhel y, como en un rito pequeño e íntimo, le dijo:

—¿Puedes ponérmelo?—

Él asintió, y hubo en ese gesto una economía de movimiento que a veces asusta: nada de prisa, nada de torpeza; solo precisión. Tomó la joya entre sus manos —manos que siempre parecían estar hechas para tocar cosas finas o para no tocar nada en absoluto—, la examinó un segundo con la misma expresión que uno pone al mirar un billete falso, y luego ayudó a colocarla en el cuello de Elis. La cadena rozó la piel y dejó un sonido apenas perceptible, como una respiración corta.

—¿Qué tal me queda? —preguntó ella, girándose sin pudor, como si el mundo entero fuera un espejo y no importara si lo rompía.

—Resalta tu belleza, Elis —dijo él, y la frase flotó en el aire con una calma que podía ser tanto ternura como afirmación fría.

Ella sonrió otra vez, y tomó la mano de Arzhel con esa confianza que deslumbra y que, si uno piensa demasiado, empieza a doler. —Aún tenemos mucho por recorrer, pero eres demasiado lento —le reclamó tirando levemente de su brazo.

Arzhel se dejó llevar. Le gustaba la ligereza de ella, la manera en que arrastraba la vida como si nada pudiera tocarla. Caminaron de puesto en puesto; ella tocando cosas con curiosidad casi infantil, él observando a la gente con la distancia de quien ha aprendido a no sorprenderse por nada. El puesto del vendedor olía a madera vieja y a lentas promesas; el puesto de especias a cardamomo y decisiones mal tomadas; y Elis, en cada lugar, parecía absorber pequeñas historias que no eran suyas y las devolvía con risas pequeñas.




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