El secreto del rey demonio [boys Love]

Capítulo 2

Elis y Arzhel avanzaban por un sendero que parecía no tener fin, una línea de polvo y sol que se extendía entre colinas amarillas. El calor se pegaba a la piel como una segunda capa de castigo, y el aire olía a tierra caliente y hojas secas.

—Esto no es justo —se quejaba Elis por enésima vez—. Tú tienes tu abanico y yo tengo que soportar este infierno.

Arzhel soltó una risa baja, apenas un soplo de aire entre los dientes. Esa clase de risa que uno lanza cuando no quiere discutir, pero tampoco desea tener la razón.

—Deja de reírte —gruñó ella, fulminándolo con la mirada.

—Elis, baja la voz —respondió él, abanicándose con una parsimonia casi provocadora—. Comportarte como una señorita no te mataría.

Elis murmuró algo que sonó sospechosamente a maldición y siguió caminando, levantando polvo con cada paso. Pero fue entonces cuando lo vio: un destello de movimiento junto al río, una figura familiar.

El joven del látigo.

El mismo de hace dos noches, cuando el mundo se llenó de gritos y sombras.

Estaba agachado, tomando agua de una cantimplora. Su postura era tranquila, pero había algo en su manera de mirar el horizonte, como si siempre esperara que algo —o alguien— apareciera.

Arzhel, por supuesto, fue el primero en acercarse.

—Señor —saludó el muchacho del látigo, levantándose con cautela.

—Qué coincidencia volver a encontrarnos —dijo Arzhel, y su sonrisa tenía ese brillo ambiguo que podía significar interés… o peligro.

Elis los observó desde el camino, frunciendo el ceño.

“¿Así que por él estamos caminando?”, pensó, sin molestarse en disimular su fastidio.

—Sí… una gran coincidencia —respondió el joven, limpiándose las manos con un trozo de tela antes de echar a andar.

—Espera —lo detuvo Arzhel—, ¿por qué huyes de mí?

—No huyo. Solo sigo mi camino —dijo el joven sin girarse.

—Podríamos seguirlo juntos, ya que vamos al mismo lugar —propuso Arzhel, y su voz sonó demasiado casual, demasiado segura.

El chico se detuvo y lo miró de reojo, los ojos turquesa brillando bajo la luz del sol.

—¿De verdad? —preguntó—. ¿A dónde se dirigen?

Arzhel abrió la boca para responder, pero nada salió. Se llevó la mano al cabello, rascándose la cabeza con torpe nerviosismo.

—Que tenga un buen viaje, señor —dijo el joven, y comenzó a alejarse.

Pero Arzhel no era de los que se rendían fácil. Dio unos pasos más, hasta quedar a su lado.

—Bueno… no sé a dónde viajas —admitió—, pero soy curioso por naturaleza. Podría dejarte tranquilo… si me muestras tu rostro.

Elis se llevó una mano a la sien y suspiró. Ya sabía cómo terminaría eso.

El joven lo miró sin expresión, el viento moviendo apenas la capa que llevaba.

—Ya estás viendo mi rostro —dijo en voz baja—. No sé a qué te refieres. Ahora, aléjate.

Su mano se movió con la precisión de un hábito: el látigo se desenrolló en el aire como una serpiente que se estira antes de atacar.

Arzhel levantó las manos con una sonrisa forzada.

—Bien, bien… me iré. No quiero molestarte más. Pero podrías al menos decirme tu nombre, ¿no?

El joven dio un paso atrás. La tensión era tan densa que incluso el viento pareció detenerse.

Entonces el muchacho levantó el látigo apenas un poco, como una advertencia silenciosa.

—Bien… —repitió Arzhel con una leve risa nerviosa—. Me iré.

Y esta vez lo hizo, aunque sus ojos se quedaron clavados en aquel chico enmascarado, como si supiera que no sería la última vez que se cruzaran.

Arzhel se dio media vuelta sin decir palabra y tomó la dirección contraria, arrastrando a Elis del brazo. Ella tropezó un poco, maldiciendo entre dientes.

—¿Desde cuándo tus estándares son tan bajos? —le soltó, con una sonrisa maliciosa.

—No es lo que piensas, niña —respondió él, con esa calma irritante que usaba cada vez que no quería explicar algo—. Conozco esa arma. Es una de las pocas armas divinas que aún existen en este mundo.

Elis frunció el ceño.

—¿Y?

Arzhel la miró de reojo, abanicándose despacio.

—¿No lo puedes intuir?

Ella caminó unos pasos en silencio, el sonido de las botas contra la tierra rompiendo el aire caliente del mediodía. Pensó, lo bastante en serio como para que su rostro —generalmente lleno de expresiones teatrales— se volviera rígido.

Y entonces, como si una idea brillante se hubiera encendido, alzó la voz:

—¡Ya sé! —exclamó emocionada.

Arzhel sonrió, complacido, tal vez un poco esperanzado.

—¿Sí?

—Quieres robarle el arma.

Él se detuvo, se llevó una mano a la frente y suspiró con el cansancio de quien ya se rindió ante lo inevitable.

—Qué niña… claro que no.

—¿Entonces? —preguntó ella, cruzándose de brazos.

Arzhel miró al horizonte, donde el sol caía lento sobre los campos.

—Quiero saber si quien la porta tiene relación sanguínea con su antiguo dueño… o si es alguien que la robó.

—¿Por qué?

No respondió.

Elis lo observó unos segundos y vio cómo la sonrisa desaparecía de su rostro, reemplazada por una tristeza densa, como si un recuerdo lo hubiera mordido por dentro.

También notó cómo apretaba el abanico entre los dedos, con tanta fuerza que las piedras incrustadas reflejaron un brillo tembloroso.

Decidió no insistir.

El silencio que siguió fue incómodo, pero no hostil: era el tipo de silencio que acompaña a los secretos.

Finalmente, Elis lo rompió con su tono burlón de siempre:

—Entonces esta no es una misión como las otras, ¿eh? No se trata de perseguir a un chico guapo… sino de descubrir la identidad de un guerrero.

—Oye, ¿por qué dices esas cosas? —replicó Arzhel, sin poder ocultar una sonrisa.

—¿Acaso no haces eso siempre? —rió ella, sacándole la lengua antes de echar a correr por el camino.

Arzhel la observó alejarse un instante y luego, con resignación y una risa apenas audible, salió tras ella.




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