El secreto del rey demonio [boys Love]

Capítulo 3

Mientras caminaban de regreso al pueblo, notaron que, aunque había destrozos por todas partes —paredes rajadas, ventanas rotas, el olor agrio del humo colgando en el aire—, el lugar no había caído en un caos total como el pueblo anterior. Las criaturas, al parecer, habían sido menos esta vez.

Menos… pero suficientes para dejar cicatrices en el suelo, en las paredes, en la gente.

El empedrado bajo sus botas aún estaba húmedo, como si la lluvia hubiese intentado borrar el desastre y, al hacerlo, solo lo hubiera disuelto un poco, volviendo el aire más pesado. Los cuatro avanzaban sin hablar mucho. Elis, que normalmente se quejaba por todo, iba callada por primera vez en horas. El niño, Emris, caminaba entre ellos, aferrado al borde del abrigo de Dairan como si el contacto lo mantuviera a salvo del recuerdo de los gritos.

A los costados del camino, los aldeanos sostenían palos o trozos de metal oxidados —armas improvisadas que apenas servían para espantar ratas—, pero lo hacían con tanta fe que, por un momento, hasta parecía que podían defenderse del infierno mismo. Las miradas eran vacías, los ojos hundidos. Algunos niños asomaban desde las ventanas, con las mejillas tiznadas de hollín.

Dairan siguió caminando sin detenerse. No hablaba, ni miraba a nadie. Parecía concentrado en algo que solo él veía, como si el peso de la noche todavía lo acompañara. Fue Arzhel quien rompió el silencio, posando una mano ligera —demasiado ligera— sobre su brazo.

—Me estoy hospedando cerca —dijo con voz calma, serena, esa serenidad que uno usa cuando ya ha decidido algo por los demás—. Es un buen lugar.

El niño lo miró y asintió enseguida, con un gesto torpe, casi infantil. Aún temblaba un poco; el miedo no se va fácil, sobre todo cuando lo que has visto no parece hecho por manos de este mundo.

Dairan soltó un suspiro. Fue un sonido largo, cansado, como el de alguien que no tiene fuerzas para discutir.

Asintió.

Y se dejó guiar.

La posada estaba en la parte alta del pueblo, en una esquina que todavía olía a incienso caro y a madera recién barnizada. Era un edificio de tres pisos, con ventanales grandes y lámparas que colgaban del techo como burbujas de luz ámbar. Adentro, el aire olía a vino, perfume y dinero.

Solo alguien de clase alta podía pagar algo así.

Dairan lo notó enseguida. El brillo del mármol bajo sus botas, el murmullo de las copas en el comedor, las risas discretas que se oían al fondo… todo contrastaba con el caos que había afuera. Era como si el lugar no perteneciera al mismo mundo que el resto del pueblo.

Mientras subían, Dairan no dejaba de preguntarse quién demonios era realmente ese hombre. Arzhel sonreía todo el tiempo, pero no era la sonrisa de un santo. Era una sonrisa ensayada, como la de alguien que esconde un secreto bajo la lengua y disfruta viendo a los demás intentar adivinarlo.

El recepcionista, un hombre pequeño con bigote torcido y un chaleco rojo que había visto mejores días, los detuvo antes de que subieran las escaleras.

—Señor —dijo con voz nerviosa—, la habitación que rentó es para dos personas. No pueden entrar más.

Arzhel lo miró. Fue solo una mirada, pero bastó para que el hombre bajara la cabeza, encogiendo los hombros como un perro al que acaban de reprender.

—¿Quién te dijo que quiero meter a dos personas más en mi habitación? —preguntó Arzhel, sonriendo apenas, esa sonrisa fina y peligrosa—. Quiero otra habitación igual de lujosa que la mía.

El recepcionista tragó saliva.

—Lo siento, señor… solo tenemos una habitación de ese tipo en el hotel.

Arzhel soltó un suspiro pesado.

—Bien —dijo al fin, dejando caer su abanico sobre el regazo—. Entonces dame otra habitación. Que sea buena.

El dueño asintió y se apresuró a revisar los registros, torciendo las llaves en el llavero con manos temblorosas. El sonido del metal chocando llenó el aire. Dairan, cansado, se apartó hacia la sala de estar y tomó asiento.

El sillón era tan blando que casi se hundió en él. Por un instante, dejó que sus ojos se cerraran. El olor a té, a perfume, a madera encerada, lo envolvió. Pero no tuvo tiempo para relajarse demasiado.

Arzhel llegó a su lado y se sentó también, sin pedir permiso, tan cerca que Dairan pudo sentir el roce de su manga.

El silencio entre ellos duró unos segundos.

—Tienes una máscara muy elaborada… —dijo al fin Arzhel, ladeando la cabeza con esa curiosidad que nunca parecía del todo inocente—. ¿Quién te enseñó a usarla?

Su voz fue baja, casi un susurro. Sonaba más como una invitación que como una pregunta.

Dairan lo miró, sin parpadear, con una calma que ocultaba la tensión que le subía por la espalda. Afuera, el viento soplaba, golpeando los cristales.

Por un segundo, el mundo pareció quedarse quieto.

Y en ese segundo, Arzhel sonrió de nuevo.

Dairan rió, esa risa breve y casi sin sonido que no se sabe si nace del fastidio o de la ironía.

—Ahora resulta que por tener una cara fea la gente cree que uso una máscara —murmuró.

Arzhel lo miró en silencio durante un segundo, y luego soltó una risa suave, cálida, demasiado cálida. No era una risa de burla, sino una de esas risas cargadas de coqueteo, de peligro.

—Dairan —susurró, inclinándose hacia él—, no me trates como a un estúpido… sé perfectamente que llevas una máscara.

El silencio entre ellos se volvió espeso. Arzhel se acercó un poco más, tanto que Dairan pudo sentir su respiración rozándole la piel. El joven del látigo quedó desconcertado, apenas un instante, como si una corriente eléctrica le hubiera recorrido la nuca.

—Aunque esa noche la oscuridad era densa —continuó Arzhel con voz baja, casi ronca—, pude ver lo suficiente… un rostro hermoso.

Dairan lo miró. Sus ojos se encontraron, una chispa de desafío y curiosidad en medio de ese silencio cargado de tensión. Arzhel seguía con esa sonrisa descarada, la de alguien que disfruta provocando. Dairan soltó una risa corta y luego, con un movimiento rápido, le dio un leve codazo en el abdomen.




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