Dairan caminaba junto a Emris por un camino de tierra lleno de raíces sobresalientes y arbustos que parecían susurrar cada vez que el viento pasaba entre ellos. No era un camino bonito ni agradable; de hecho, tenía la típica tristeza de los lugares olvidados, esos que los reyes dejaban de lado porque consideraban que el pueblo merecía exactamente eso. Nada más. Nada mejor.
Dairan siempre había pensado que los reyes eran incompetentes a la hora de gobernar. Se suponía que la gente pobre pagaba impuestos para mejorar su vida, para que hubiera caminos dignos, agua potable, algo más que promesas viejas y estatuas de reyes sonrientes. También, claro, para agradecer al monarca por “todo lo que hacía por ellos”.
Pero, por desgracia —y por experiencia propia—, no era así.
Mientras avanzaban, su mente volvió inevitablemente a Arzhel. Ese hombre guapo. Ese hombre raro. Parecía un noble, pero no actuaba como tal. Tenía una fuerza monstruosa, como si no fuera de este mundo, y aunque tenía cara de humano, Dairan sabía muy bien que no lo era. Al menos no del todo.
Tampoco se comportaba como un noble arrogante. Más bien, se parecía a un dueño de tienda: amable, servicial… y eso inquietaba a Dairan. No sabía si esa amabilidad era sincera o solo una máscara para conseguir algo de él.
Y lo que más le irritaba era pensar en por qué lo seguía.
Antes de poder profundizar en sus dudas, escuchó la voz cansada de Emris a sus espaldas.
—¿Podemos descansar un poco…?
Dairan se dio la vuelta. El niño sudaba como si estuviera en las costas del sur. El calor era intenso, sí, pero no tanto como para sudar a chorros. Se estaba abanicando con la mano y entrecerraba los ojos, incapaz de soportar el sol.
—Mientras más rápido te lleve con los Adoradores, más rápido terminaremos esto —respondió Dairan.
—De verdad ya no avanzo —murmuró Emris.
—Basta de quejas. Se supone que eres un mago.
—Solo tengo la sangre de un mago…
—No me digas que no sabes magia.
Emris bajó la cabeza. El rostro se le había puesto más rojo que una salsa picante recién hecha.
—No me mire así… —dijo, temblando un poco—. Nunca creí que fuera necesario aprender magia…
—Siempre es importante —respondió Dairan—. En esta vida está llena de tipos que quieren matarte.
—Lo siento…
—Ya basta de lamentarte. Deberías empezar a practicar ahora.
—Sí… pero… ¿qué debo hacer?
Dairan suspiró. Estaba a punto de regañarlo cuando escuchó una voz que reconocería incluso mientras dormía: Arzhel.
—Después de ayudarlos —dijo el recién llegado— creí que me esperarían y viajaríamos juntos.
Arzhel caminaba con su habitual confianza. Detrás de él iba Elis, sonriendo de manera sorprendentemente amable para alguien que solía hablar como si el mundo entero le debiera dinero. Ella sí tenía la actitud de una noble altiva: directa, sin filtros, segura de que jamás habría consecuencias para sus palabras.
—Gracias por ayudarnos —respondió Dairan, tenso—. Pero ya te dije que no me siguieras.
—Solo quiero ayudar a este niño a llegar vivo con su familia. Además, tengo un carruaje cerca. Llegaremos más rápido.
Dairan miró a Emris: el niño parecía al borde del colapso, rogándole con los ojos que dijera que sí.
—De verdad… no. Gracias —respondió Dairan.
—Por favor, no seas así —insistió Arzhel, con esa sonrisa suya que parecía tener efectos secundarios.
—Por favor… —repitió Emris, bajito.
Dairan fulminó al niño con la mirada, pero al final suspiró.
Y aceptó.
El hombre guapo lo tomó del brazo sin siquiera pedir permiso y lo guió hacia un carruaje que parecía haber estado esperándolos desde hacía horas. Dairan sospechó todavía más de Arzhel, pero subió igual.
—Conduce, Emris —ordenó Dairan.
El niño lo miró confundido, los ojos diciendo claramente ¿por qué me haces esto?
—¿Qué sucede, niño? —preguntó Arzhel.
—Yo… no sé manejar un carruaje…
—No te preocupes, yo lo haré —dijo Elis.
—Gracias —murmuró Arzhel.
Pero Dairan lo detuvo con un gesto.
—¿Vas a dejar que una señorita se ensucie? ¿Qué clase de esposo eres?
Arzhel arqueó una ceja.
—¿Esposo? Elis es mi hermana menor.
La sorpresa golpeó a Dairan como un balde de agua fría. Siempre había pensado que eran pareja. Una pareja extraña, sí, pero pareja al fin. Incluso sospechó que Elis era la concubina de Arzhel… o algo así. Jamás imaginó que fueran hermanos.
Especialmente porque no se parecían en absolutamente nada.
—Una señorita no debería hacer ese trabajo de todas maneras —insistió Dairan.
—¿Entonces lo harás tú? —preguntó Elis, cruzándose de brazos.
—Claro que no. Lo hará Arzhel.
Arzhel abrió la boca, incrédulo.
—¿Yo? ¿Por qué yo?
—Prefiero caminar —respondió Dairan, con toda la seriedad del mundo.
Arzhel detuvo a Dairan tomándolo suavemente del brazo.
—Bien, bien… yo lo haré.
—Pero… —empezó a decir Elis.
—No te preocupes —la interrumpió Arzhel—, lo haré yo.
Dairan sonrió, triunfante. Había algo casi entretenido en ver cómo ese hombre —ese ser extraño, demasiado elegante para ensuciarse las manos— terminaba cediendo. Era como observar a un noble obligado a cargar sacos de harina: incómodo, pero deliciosamente revelador.
Elis, por su parte, estaba furiosa. Muy furiosa. Tanto, que Arzhel no tuvo otra opción más que seguir adelante con el trabajo para evitar que su hermana explotara. En contraste, Emris tenía una sonrisa enorme, la sonrisa de alguien que acababa de escapar de la tortura de seguir caminando bajo el sol.
Dairan cerró los ojos por un momento; también quería descansar. No supo cuánto tiempo pasó hasta que sintió que el carruaje se detenía. Abrió los ojos lentamente y bajó.
Aún estaban en el bosque.
—¿Qué sucede? —preguntó Dairan, mirando alrededor.
—Debemos descansar —respondió Arzhel.