Dairan lo vio claramente: una daga había sido lanzada hacia ellos, cortando el aire con un silbido que le erizó la piel. Arzhel la detuvo entre sus dedos como si fuera una simple hoja caída de un árbol. Casi de inmediato, aparecieron diez hombres vestidos con túnicas verde oscuro, los rostros cubiertos por telas negras y empuñando espadas que reflejaban la luz de la luna como si estuvieran sedientas.
Dairan respiró hondo. Diez. Su mente hizo el conteo casi de manera automática, como siempre que estaba a punto de matar o morir.
—Veo que eres un gran guerrero —dijo uno de ellos, con una voz ronca que sonaba a tabaco viejo—. No te buscamos a ti, joven. Puedes retirarte.
Arzhel soltó la daga que aún sostenía y dejó que se clavara en la tierra húmeda.
—Fue una buena lanzada. Rápida y envenenada… aunque no más rápida que yo. Si mejoraras el agarre de muñeca, quizá habrías logrado dar en el blanco.
—¿Acaso no estás escuchando que te largues? —gruñó el hombre.
Arzhel soltó una carcajada tan sincera que por un segundo Dairan pensó que estaba loco. Quizá sí lo estaba. A esas alturas ya nada lo sorprendería.
—Todos hablan demasiado —murmuró Dairan, cansado ya de tanta tontería—. No parecen asesinos.
—Maestro, por favor perdónanos —habló otro, inclinando apenas la cabeza—, pero el rey nos ordenó llevarte a su lado.
Dairan le devolvió el abanico a Arzhel.
—No te metas —dijo con firmeza.
Sacó su látigo, dejándolo caer con un chasquido seco que hizo que hasta los árboles se estremecieran.
—Ya le dije al rey que no volveré. Y no dejaré que me obligue.
Entonces Dairan se lanzó contra los diez hombres. Arzhel observó desde atrás, abanicándose con tranquilidad, como si aquello fuera solo otro espectáculo. Dairan se movía con la agilidad de alguien entrenado para matar desde niño: cada golpe, cada giro, cada latigazo tenía una precisión casi dolorosa. Los asesinos tampoco eran malos. Tenían una técnica muy similar a la suya, como si compartieran maestro, aunque sus movimientos carecían de la elegancia frenética de Dairan.
Era como ver distintas ramas de un mismo árbol pelear por la luz del sol.
—Querido esposo —canturreó Arzhel—, déjame intervenir y terminar con esto.
—Cállate. No soy tu esposo —gruñó Dairan mientras esquivaba otra espada.
Arzhel continuó abanicándose cuando escuchó el aire quebrarse detrás de él. Levantó su abanico y bloqueó el ataque sin siquiera girarse.
—¿Y ahora por qué me atacan, si no les he hecho nada?
Desde los árboles comenzaron a aparecer más figuras. Arzhel sonrió, abrió su abanico y exhaló como quien está a punto de contar un secreto delicioso.
—Nadie que me ha atacado ha salido vivo… y ustedes no serán la excepción.
Pero en ese mismo instante, vio cómo uno de los hombres empujaba a Dairan hacia el borde del lago. El joven cayó al agua sin siquiera tener tiempo de respirar. Los asesinos se prepararon para lanzarse tras él, pero Arzhel se interpuso.
—Lo siento, señores, pero esta pelea terminó. Es momento de ver el rostro de mi Dairan.
Abrió su abanico y, con un solo movimiento, liberó ráfagas de viento tan filosas que parecían cuchillas invisibles. Los hombres que fueron alcanzados murieron al instante, derrumbándose como muñecos rotos.
Arzhel sonrió y se dio la vuelta, esperando que Dairan emergiera del agua… pero no ocurrió.
—Dairan no seas así no lograrás aguantar tanto la respiración, solo rindete no hay nada que hagas para que no vea tu hermoso rostro
Un segundo. Luego otro. Y otro. La sonrisa de Arzhel se borró lentamente.
—Mierda… no me digas que no sabes nadar.
Sin pensarlo más, se lanzó al agua. Allí lo vio: Dairan, inconsciente, hundiéndose como una piedra. Arzhel lo tomó por la cintura y nadó hacia arriba con fuerza, sacándolo finalmente a la superficie.
En la orilla, Dairan comenzó a toser, expulsando agua.
—¿Estás bien? —preguntó Arzhel, genuinamente preocupado.
—Estoy bien —contestó Dairan entre dientes.
Arzhel lo sacó del todo y lo recostó sobre la tierra húmeda, dándole palmadas en la espalda.
—Escupe toda el agua, anda.
—Ya te dije que estoy bien…
—Mierda, no creí que no supieras nadar.
—Esos infelices sí lo sabían —bufó Dairan—. Por eso esperaron a llegar aquí.
Arzhel iba a responder, pero Dairan se puso de pie y observó los cadáveres desperdigados por el suelo. ¿Cuánto poder tenía ese hombre? La idea lo inquietó más de lo que quería admitir.
—Vámonos de aquí. Es peligroso quedarse —dijo finalmente.
Arzhel asintió y se acercó a él para ayudarlo, Dairan se dejó ayudar.
Después de caminar y alejarse bastante del lugar —más de lo que sus piernas hubieran querido—, y con el sol hundiéndose detrás de los árboles como una lenta bestia rojiza, decidieron encender una fogata para calentarse y secar su ropa. El aire olía a humedad, a tierra recién removida, y a esa primera brisa nocturna que siempre trae consigo una promesa de peligros o de secretos.
Arzhel se quitó toda la ropa mojada sin una pizca de vergüenza, dejando ver su cuerpo bien trabajado, musculatura definida con una armonía que solo los guerreros o los semidioses parecían poseer. Lo extraño era su piel: absolutamente limpia, sin una sola cicatriz. Ni una marca, ni un rasguño. Como si en su vida jamás hubiese sangrado, como si la muerte misma no se hubiera atrevido a rozarlo. No era normal, no para alguien que parecía ser príncipe o rey. No para alguien que mataba tan rápido.
Dairan, en cambio, se quedó con su camisa interior y los guantes en sus manos
—De verdad, ¿no quieres un doctor? —preguntó Arzhel, inclinándose un poco para mirarlo mejor—. Te puedo llevar en mi espalda hasta la ciudad.
—No soy una dama débil. No es nada —respondió Dairan, fastidiado.
—Está bien… solo me preocupo por ti.
—¿Y quién diablos eres tú para preocuparte tanto por mí?