El secreto del rey demonio [boys Love]

Capítulo 8

Al día siguiente, ambos se dirigieron al palacio con la intención de ver a Emris una segunda vez; el lugar estaba abarrotado como una colmena que zumba con demasiada vida, después de todo era el palacio, esa mole de piedra que parecía observarlos desde siglos atrás. Ambos se colocaron en la entrada mientras los guardias vijilaban quién entraba, con esas miradas frías y cansadas de hombres que ya han visto demasiadas caras y demasiadas mentiras. Talvez los adoradores y Emris ya estaban dentro, envueltos entre la multitud que respiraba el mismo aire denso y tibio. Cuando ambos llegaron a la puerta y se presentaron, los guardias se rieron; fue un sonido áspero, como un trozo de hierro chocando contra otro, y estaban por mandarlos a algún lugar menos amable. Pero en ese momento apareció el hombre del anterior día, el del paraguas, caminando con una lentitud que parecía ensayada, como si disfrutara del efecto dramático de su propia presencia.

—Ellos vienen conmigo, déjenlos pasar —dijo, su voz flotando con la calma de alguien que nunca ha sido empujado en una multitud.

—¿Y quién demonios es usted? —escupió uno de los guardias, aunque se notaba en sus ojos que algo ya lo incomodaba.

El hombre de ropas blancas buscó entre sus ropajes, moviendo las manos con elegancia antinatural, y sacó una invitación; se las mostró a los guardias, y estos rápidamente se pusieron nerviosos, bajaron la cabeza como niños castigados, incluso pidieron disculpas a Arzhel y Dairan antes de dejarlos pasar. El aire pareció cambiar en ese instante, como si hasta el viento reconociera la autoridad del hombre del paraguas.

—Gracias, señor… —habló Dairan, aún desconcertado.

—Zyran. Mi nombre es ese —respondió él, como quien no tiene prisa por pertenecer al mundo.

—Soy Dairan, y este hombre a mi lado Azhel.

Los tres se saludaron, aunque el apretón de manos con Zyran se sintió como tocar un guante frío, algo que no tenía por qué estar tan frío.

—¿Qué los trae aquí? —preguntó Zyran, ladeando la cabeza con interés casi clínico.

—Venimos por oro que se nos prometió —habló Arzhel, cruzándose de brazos, intentando sonar más grande de lo que era.

Este hombre se rió, una risa suave pero que llamó la atención de los que estaban alrededor, como si tuviera un pequeño imán en las cuerdas vocales.

—¿Ustedes por oro? Por favor… si no me lo quieren decir, simplemente díganlo —comentó con un brillo extraño en los ojos, el tipo de brillo que usan las personas que ya saben la respuesta.

—Es la verdad —insistió Arzhel.

—¿Ustedes se ven millonarios y quieren más oro? —preguntó él, arqueando una ceja.

Dairan y Arzhel se miraron mientras intentaban formulaban una mentira que, como siempre, no llegarían a decir.

—No importa, no preguntaré. Solo disfruten la estadía —dijo Zyran, y al dar unos pasos hacia atrás pareció deslizarse en vez de caminar.

Ambos asintieron y miraron cómo este homrbe se retiraba, dejando una sensación de humedad en el aire, como si hubiese llovido solo en el espacio que ocupó.

—Mierda, debemos buscar rápido a Emris —habló Dairan en voz baja, como si al pronunciar el nombre del chico temiera que algo respondiera.

Arzhel asintió y empezaron a buscar con la mirada, pero era inútil; el patio estaba tan lleno que parecía un mar de gente donde cada ola era un hombro o un codo. Arzhel propuso infiltrarse, pero Dairan había observado que el lugar era una gran fortaleza, una auténtica bestia arquitectónica hecha para que nadie entrara sin permiso. Sería imposible entrar en el día, por lo cual, sin opciones, solo esperaron.

Pronto unos consejeros del rey salieron y comenzaron a escuchar a las personas afuera. Algunos pedían limosna, otros parecían haber sido invitados a una reunión secreta con el rey mismo en persona. Entre ellos, nuevamente, este hombre del paraguas, que avanzaba siempre en silencio, siempre en medio de la multitud sin mezclarse con ella.

Cuando llegó el turno de Dairan y Arzhel, los hombres del rey escucharon, intercambiaron miradas rápidas, y los dejaron entrar al palacio.

Adentro parecía que una fiesta se celebraría pronto; estaba hermosamente decorado, con telas pesadas que caían desde el techo como cascadas de vino, y tenía buena ambientación, buena música y comida cuyo aroma viajaba como dedos curiosos por el aire.

Los sirvientes del rey los guiaron hasta una mesa donde estaban unos adoradores; al verlos, ellos saludaron a Arzhel y Diaran, con sonrisas amplias que parecían demasiado sinceras para un lugar tan grande.

—Es un gusto volver a verlos, señores. De nuevo, muchas gracias por traer a Emris con nosotros. Le hablamos de ustedes al rey y él dijo que les daría una jugosa recompensa —comentó uno, mientras otro asentía como si la gratitud fuera un hábito.

Arzhel asintió con una sonrisa.

—¿Y dónde está Emris ahora mismo? —preguntó Dairan, sintiendo el latido extraño de una preocupación que no había querido aceptar.

—Con el rey, por supuesto. Nosotros creemos que se convertirá en su aprendiz —dijeron, y aunque sonaban felices, había algo en su tono… algo demasiado perfecto para ser humano.

Dairan había escuchado sobre este rey cosas muy buenas, casi demasiado buenas para ser verdad: que era amable, que hacia caridad, que no era cruel. Historias que la gente contaba con ese brillo en los ojos que suele acompañar a la esperanza. Pero también escuchó cosas que le hacían temer por Emris, susurros que corrían por las calles como hojas arrastradas por un viento helado. Y antes de que pudiera compartir sus preocupaciones con Arzhel, los guardias reales anunciaron la entrada del rey.

Todo el bullicio se dutuvo. Fue como si un puño gigantesco hubiera cerrado la garganta colectiva de la multitud. La gente que hablaba guardó silencio de inmediato, como si el aire mismo se hubiese detenido a escuchar, y vieron cómo aparecía el rey.

Un hombre joven de veintitantos, casi de la misma edad de Dairan y Arzhel, tan fresco en apariencia que hasta parecía no haber vivido suficiente para cargar una corona. Era un hombre muy atractivo, aunque a los ojos de Arzhel no tanto como Dairan, porque Arzhel tenía esa obsesión silenciosa que deformaba cualquier juicio estético.




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