Dairan se encontraba recostado sobre la cama. La cama era dura, demasiado dura, como esas que se sienten hechas de recuerdo y no de madera. El colchón tenía esa textura áspera que casi raspaba la piel, y el frío que subía desde el suelo era tan insistente que parecía tener dedos propios, dedos largos y delgados que buscaban colarse entre las mantas y tocárselo todo. Hacía apenas unos minutos había logrado caer en un sueño profundo, algo que le había costado demasiado tiempo: hacía frío, y aunque intentaba calentarse, ese maldito frío no dejaba de molestarlo. Por eso había deseado ir a la playa.
Pero ahora lo había olvidado y solo intentaba descansar. El sueño siempre era lo que más le costaba conciliar, no solo por el clima, sino también por sus pesadillas. Y justo en ese momento, una de ellas empezaba a formarse. Las pesadillas siempre llegaban igual: despacio, reptando, sigilosas, primero como un cosquilleo en los párpados y luego como una presión en las sienes, como si alguien tocara a la puerta de su mente pidiendo entrar. Y él nunca podía negarse.
En el sueño, Dairan estaba frente a un hombre que sostenía un látigo. Con fuerza, el sujeto lo lanzó hacia él. El aire silbó, cortado por el cuero como si fuera una lengua oscura lista para morder. Dairan se cubrió, pero el golpe nunca llegó. Cuando volvió a mirar, el látigo estaba en sus propias manos… cubierto de sangre. Sangre espesa, brillante, casi viva, que se deslizaba por el mango como si intentara alcanzar su piel. Y al bajar la vista, vio en el suelo decenas de cuerpos de mujeres y niños.
Intentó alejarse, horrorizado, pero de repente aquellos cuerpos, que parecían muertos, empezaron a mover los ojos y las extremidades de forma macabra. Los huesos crujían como ramas secas, las bocas se abrían en sonrisas imposibles, y algunos dedos arañaban la tierra tratando de levantarse. Lo sujetaron de los pies y, como si fueran arenas movedizas, comenzaron a arrastrarlo hacia abajo. Y lo peor no era que lo arrastraran… sino que la tierra temblaba con cada movimiento, como si debajo hubiese algo más esperando agazapado.
Dairan trató de convencerse de que era solo un sueño, que debía despertar. Pero no podía. La pesadilla continuó. Porque las pesadillas nunca escuchan razones.
Cuando finalmente fue tragado por los cadáveres, cayó a un abismo y golpeó contra el suelo. A su lado había una mujer con la cabeza empapada en sangre. El olor metálico era tan intenso que casi podía saborearlo.
—¿Mamá…?
La mujer se lanzó hacia él y Dairan perdió su tamaño actual: volvió a ser un niño. Su cuerpo se encogió, sus manos se hicieron pequeñas, y la voz que salió de su garganta tenía la fragilidad del cristal. La figura hermosa desapareció; en su lugar quedó un espectro de piel pálida, ojos negros y uñas largas que empezaron a lastimarlo. Las uñas eran como agujas de hielo hundiéndose en su piel.
—Perdón, mamá… perdón… —suplicó él.
Pero la mujer solo soltó un grito horrible. Un grito tan agudo que parecía capaz de partirlo en dos.
Y en ese momento Dairan logró despertarse de golpe. El susto fue tan grande que cayó de la cama al suelo. El golpe resonó en toda la habitación como una piedra arrojada a un pozo vacío. Estaba temblando, la respiración agitada, y su frente empapada de sudor. El ruido había despertado también a Arzhel, sobresaltado.
—¿Dairan? ¿Qué pasó? ¿Estás bien?
Dairan no respondió. Simplemente se levantó, fue hacia su ropa y empezó a ponérsela. Sus manos temblaban tanto que casi parecía que la ropa se movía sola, huyendo de él.
—Dairan, ¿qué haces? ¿A dónde vas a estas horas de la noche?
—Necesito… tomar aire.
Arzhel notó que la voz de Dairan estaba cargada de llanto. Por un instante, incluso lo vio llorando. Tal vez Dairan lo notó también, porque rápidamente salió de la habitación. Casi corriendo, como si algo invisible lo persiguiera.
Arzhel se apresuró a ponerse la ropa para acompañarlo, aunque como aún estaba medio dormido, no tuvo mucha velocidad. Se le enredaron las mangas, casi se cayó al ponerse las botas, pero aun así siguió adelante, movido por algo más fuerte que el sueño: el miedo de perderlo.
Dairan caminó fuera de la habitación y subió al tejado. Necesitaba aire. Mucho aire. Aire que no supiera a pesadilla, aire que no estuviera cargado del peso de una culpa que él nunca decía en voz alta.
Una vez arriba, ya no parecía ese hombre guerrero y confiado; se veía como un niño perdido. Se abrazó las piernas con fuerza y escondió su rostro en sus brazos mientras dejaba que algunas lágrimas cayeran. Intentaba no hacer ruido: no quería que nadie lo viera así. La luna lo iluminaba débilmente, como si también dudara si debía mirar.
Pero fue inevitable.
Arzhel lo había seguido y vio la escena. Su sonrisa habitual se desvaneció al ver al hombre que amaba destruido de esa forma sin saber por qué. Arzhel siempre había intuido que Dairan cargaba demasiado peso sobre sus hombros; sabía que por eso no podía dormir. Y lo sabía tan bien porque él mismo había pasado por lo mismo antes de conocer a Dairan. Desde que lo conoció, esos tormentos desaparecieron, y por primera vez en muchos años, pudo descansar.
Con cuidado, Arzhel se acercó y se sentó a su lado sin decir nada, dejándole espacio para desahogarse. Solo colocó su mano en la espalda de Dairan, como diciéndole silenciosamente: “Aquí estoy…”. Su mano era cálida, firme, como si intentara sostenerlo para que no cayera de nuevo en ese abismo del que acababa de despertar.
Dairan se sorprendió. Se dio cuenta de que no conocía del todo a Arzhel.
¿Dónde estaba ese hombre que siempre hablaba por los dos?
¿Ese hombre que ocultaba su dolor y su incomodidad con sarcasmos o chistes agrios?
Por un momento creyó que no era el mismo Arzhel, que lo habían cambiado por otro. Uno más humano. Uno más vulnerable.
Pero después de unos minutos, cuando el aire frío de la noche le acarició el rostro, finalmente levantó la mirada y se secó las lágrimas. Solo entonces Arzhel apartó su mano de su espalda.