Desde aquella noche habían pasado tres días.
Dairan no estaba seguro de cuándo esas tropas de asesinos atacarían. La incertidumbre era una sombra que le respiraba en la nuca. No sabía si se estaba tardando demasiado en rescatar a Emris. Arzhel le había dicho que debía relajarse, pero él no podía. La ansiedad lo apretaba como una garra invisible.
Miraba por la ventana de la posada mientras movía un pie con nerviosismo, golpeando el suelo con un ritmo inquietante, como si quisiera marcar el paso del tiempo que no tenía. Estaba tan concentrado en sus pensamientos —tan hundido en ese remolino oscuro que lo arrastraba desde dentro— que ni siquiera escuchó cuando la puerta se abrió.
—No deberías estar en la ventana… podrías resfriarte —dijo Arzhel, con esa voz cálida que parecía atravesar incluso el ruido mental de Dairan.
Dairan no reaccionó de inmediato. El mundo exterior tardó un momento en encajar dentro de su mente. Solo cuando Arzhel se acercó a él y lo vio a su lado, notó que sostenía un frasco de vino. El vidrio reflejaba la luz tenue de la habitación como un ojo rojizo.
—Bebamos un poco.
—Te encanta beber, pero me sorprende que no seas un alcohólico.
—Solo bebo con mis personas cercanas.
—No soy tu persona cercana.
Arzhel soltó una risa suave, una que vibró en el aire como el sonido de un instrumento fino, y dejó la jarra en la mesa.
—Por favor, tomemos un poco. Te ayudará a relajarte.
—No quiero relajarme. Debo estar listo para Emris.
—No nos emborracharemos. Pero después de lo que hemos vivido, hasta un demonio necesitaría un trago.
Dairan suspiró finalmente y se acercó a Arzhel. Pero antes de que pudiera tomar el vino, Arzhel se lo arrebató con una agilidad casi infantil.
—Hoy hace una noche hermosa. Beber mirando las estrellas es mejor.
Dairan esbozó una media sonrisa, porque estaba de acuerdo con eso. Era cierto: la noche parecía hecha para contemplarla. Ambos subieron al tejado de la posada.
Recordó que la última vez que subieron a un tejado él estaba dispuesto a pelear con Arzhel. Pero esta vez era diferente. Ahora ya no desconfiaba de él… ¿cómo podría hacerlo, si ese hombre, aunque extraño, nunca había buscado lastimarlo? Al contrario: lo protegía de formas tan directas como sutiles.
Buscaron un buen lugar en el tejado y se sentaron. Las tejas estaban frías, pero el aire era sorprendentemente suave. Arzhel le pasó una copa a Dairan. Este la sostuvo y observó cómo Arzhel también se servía otra, para luego acercarla a la de Dairan y brindar. El sonido del cristal chocando resonó débilmente, como un pequeño pacto.
Luego, con una sonrisa compartida, ambos bebieron.
Dairan lo saboreó. Era dulce, pero no demasiado. Realmente agradable, como si el vino hubiera sido preparado para apaciguar tormentas internas.
—¿Qué piensas de mis gustos en vinos?
—Son buenos —respondió Dairan.
Arzhel le sonrió mientras lo observaba. Pero Dairan tenía la mirada perdida en la luna: ese cuerpo celeste colgado del cielo, inmenso, brillante, como un ojo antiguo vigilando al mundo desde arriba. Una luz fría, casi sagrada.
Dairan miraba la luna, pero Arzhel no podía dejar de mirarlo a él.
Y Dairan lo sabía. Lo sintió en la piel, en la nuca, en los nervios.
Cuando volteó, se encontró con esos ojos llenos de amor… amor por él. Amor sin disimulo. Sin máscaras.
No podía creer que esos ojos fueran sinceros. No podía creer que alguien pudiera amar tanto a otra persona como para mirarla así… como si esa persona fuera lo único importante en la existencia.
Arzhel se acercó un poco más.
Dairan ya no miró la luna; lo miró a él.
Con cuidado, Arzhel acercó su mano derecha a la mejilla de Dairan. Su palma estaba tibia, reconfortante. Dairan no se apartó. Estaba sobrio —demasiado sobrio— y aunque no comprendía completamente por qué permitía que Arzhel se acercara así, tampoco quería alejarse.
Su corazón latía como un caballo desbocado. Por un momento pensó que era peligroso; que si seguía así, su pecho no podría contenerlo por mucho tiempo.
Arzhel acercó sus labios a los de él. Notó cómo Dairan temblaba apenas, como si la experiencia fuera nueva y le diera un poco de miedo… pero aun así no se retiró.
Y entonces sus labios se encontraron.
Ese fue su segundo “beso”… o más bien el primero de verdad, donde sus corazones compartieron lo que sentían.
Fue un beso delicado, casi adolescente, como si Dairan nunca hubiera besado antes. Un beso tembloroso, suave, que parecía temer romperse.
Arzhel guió el beso sin ser invasivo, aunque su corazón lo empujara a desear poseer por completo a Dairan.
Dairan simplemente se dejó guiar. Cerró los ojos y disfrutó del amor que Arzhel sentía por él… algo que jamás había experimentado, algo que lo desbordaba y lo asustaba a partes iguales.
El beso no fue corto, pero tampoco lascivo. Y fue Arzhel quien se separó primero, dejando a Dairan con los ojos aún cerrados, como si quisiera conservar ese instante un poco más.
Cuando los abrió, Arzhel seguía cerca, silencioso. Solo pasó un brazo alrededor de él y lo abrazó, lento, sin presionarlo.
Dairan dejó que lo hiciera y se recostó sobre su pecho mientras ambos miraban las estrellas. Podía escuchar el corazón de Arzhel, firme, constante. Pero él aún sentía que el suyo iba a salirse del pecho…
Ambos se quedaron así durante horas, sin hablar, disfrutando de la presencia del otro mientras bebían la jarra de vino. No hubo más besos, pero sí contacto físico. Arzhel, a propósito, rozaba de vez en cuando la mano de Dairan, y este no se apartaba.
Jugaban con los dedos, como dos adolescentes enamorados, y de vez en cuando soltaban alguna risa, breve pero sincera.
Pero la noche no es eterna, y ambos debían descansar.
—Creo que ya es muy tarde… debemos bajar —dijo Dairan, rompiendo el silencio, porque si fuera por Arzhel, dormirían ahí mismo.