Entonces Dairan apretó el látigo y habló con una voz fría, tan fría que parecía haberse formado en la parte más oscura de la noche:
—Dime a dónde llevaron a Emris.
El Funerario se mordió el labio con tanta fuerza que por un segundo pareció que iba a arrancarse un pedazo de piel, como si luchara por impedir que las palabras se escaparan, resbaladizas, de su boca. Pero, de pronto, cayó al suelo como una marioneta a la que le han cortado las cuerdas y soltó un grito desgarrador, mezcla de dolor, desesperación y algo que sonaba peligrosamente cerca del terror puro.
Arzhel observaba la escena con fascinación, esa clase de fascinación morbosa que aparece cuando uno ve un accidente en cámara lenta y no puede apartar la mirada. No entendía qué estaba haciendo exactamente Dairan ni por qué ese hombre gritaba de una forma tan cruda, tan animal, como si lo estuvieran desollando vivo.
Los gritos aumentaron. El asesino se retorció en el piso como si un rayo invisible le atravesara el cuerpo una y otra vez.
—Habla… —ordenó Dairan, con una calma helada que no coincidía en absoluto con la escena—. O puedo continuar toda la noche.
El hombre sufrió unos segundos más, que parecieron horas en el aire espeso de la sala, hasta que, aparentemente, Dairan aflojó la presión. El Funerario respiraba de forma agitada, casi convulsiva; un hilo de saliva le caía por la comisura de la boca y estaba empapado en sudor, ese sudor pegajoso que aparece cuando el cuerpo ya no sabe si tiene miedo o está a punto de colapsar.
—¿Crees que…? —intentó decir, con una voz quebrada.
Pero antes de que alcanzara a terminar la frase, Dairan volvió a apretar el látigo. El chasquido fue seco, cortante, como un trueno contenido, y con él cortó cualquier palabra que no fuera la que él buscaba.
Arzhel chasqueó la lengua, impresionado, como quien ve por primera vez un mecanismo complejo y se da cuenta de cuán letal puede ser.
—Esta arma es mejor que cualquier torturador —comentó, medio en admiración, medio en espanto.
—Es el poder secreto del látigo divino —explicó Zyran con una tranquilidad que contrastaba demasiado con los gritos que seguían resonando en el piso.
Arzhel se acercó a él, frunciendo el ceño como si acabara de escuchar una blasfemia.
—¿Y cómo es que sabes tanto de esta arma?
—Porque no soy un ignorante como tú —respondió Zyran sin siquiera dedicarle una mirada.
La expresión relajada de Arzhel se evaporó al instante, sustituida por una furia inmediata, casi infantil.
—Repite eso, desgraciado.
—Un ignorante —repitió Zyran, esta vez con una calma que solo alguien muy seguro diría.
Arzhel abrió su abanico, listo para responder quién sabe con qué violencia, pero antes de que la discusión pudiera escalar, escucharon al Funerario gritar con la voz hecha trizas:
—¡Teníamos un punto de reunión! ¡No está lejos! Es… ¿cómo se llamaba…? ¡Ya recordé! Posada Pasajera, ese era su nombre… matamos al encargado y nos quedamos con el lugar…
Arzhel abrió los ojos, sorprendido. Había esperado que el interrogatorio durara más, que se alargara como una mala obra de teatro. Pero Dairan soltó al hombre, que quedó tirado en el suelo, temblando, sin poder levantarse siquiera.
Y sin decir una palabra, comenzó a caminar hacia el portón. Iba directamente hacia ese lugar, con pasos firmes, como si cada uno fuera una sentencia.
El rey intentó detenerlo, posando la mano en su hombro, quizá más suavemente de lo que habría querido.
—No actúes precipitadamente. Irás con un ejército que te proporcionaré.
—Suéltame —respondió Dairan con una voz que no permitía discusión.
El rey, la figura de autoridad más alta de esa tierra, bajó la mano al ver los ojos de Dairan. No intentó detenerlo otra vez. Algo en esa mirada lo hizo retroceder, como si hubiese visto de pronto a un desconocido.
Arzhel sonrió, quizá demasiado satisfecho, y rápidamente siguió a Dairan, dejando atrás al rey, a los soldados y a Zyran.
—¿No deberíamos seguirlos? —preguntó el rey, con una incertidumbre que rara vez se permitía mostrar.
Zyran negó con la cabeza.
—Su majestad… será en vano. Sus hombres no están listos para enfrentarse a los Funerarios. No pierda gente inútilmente.
El rey asintió, aceptando esa dura verdad que olía a resignación.
Mientras tanto, Dairan corría tan rápido como podía hacia aquel lugar. Sus pasos golpeaban la piedra con un ritmo seco y urgente, casi como un tambor de guerra que solo él escuchaba. Estaba absolutamente seguro de que intentarían sacar a Emris de la capital cuanto antes, para llevarlo ante su verdadero rey. La posada no estaba lejos del palacio, y aquello tenía un retorcido sentido: si hubiese estado demasiado lejos, no habrían logrado secuestrar al niño con tanta facilidad, ni moverse con esa comodidad que solo tienen los criminales que conocen cada sombra de la ciudad.
Dairan preparó su látigo, enrollándolo en su brazo como si fuera una serpiente dormida, y saltó hacia el patio de la posada. El lugar era amplio, sorprendentemente grande, con una penumbra que hacía que cada rincón pareciera esconder algo venenoso. Los Funerarios que se encontraban allí reaccionaron de inmediato, casi por instinto, y se lanzaron contra él. Pero Dairan —con una fuerza increíble, casi inhumana, y habilidades pulidas a lo largo de toda su vida como si cada día hubiese sido una batalla— se abalanzó contra ellos sin dudar.
Arzhel, aunque no poseía esa ferocidad salvaje de Dairan, también enfrentó a los hombres con gran soltura. Tenía una fuerza natural, tan evidente que casi resultaba insultante. Y Dairan sabía que siempre se contenía… que hasta ahora no había peleado en serio. No tenía idea de todo lo que Arzhel sería capaz de hacer si dejara de jugar. Y una vez más, agradeció tenerlo a su lado, aunque jamás lo admitiera en voz alta.
En cuestión de minutos, todos los hombres del patio estaban en el suelo, un cuadro silencioso de cuerpos derrotados.