Dairan sonrió.
Aunque ya conocía la respuesta, pero siempre había querido escucharla de los labios de Emris.
Y estaba tan seguro porque él mismo había sido Emris una vez.
Aunque de una forma distinta.
Obligado a hacer cosas que no quería, solo porque otros le decían que eso era lo que debía hacer.
Zyran, a un lado, permanecía en silencio, con la cabeza baja, como si las palabras que Dairan le había dicho al niño también hubieran calado en su propio corazón.
—Bien… entonces, ¿a dónde iremos? —preguntó Arzhel.
—Primero, Emris debe deshacerse de eso que lleva —respondió Dairan.
—Yo me lo llevaré —intervino Zyran—. Está bien si el niño no quiere participar, pero esa reliquia puede ayudar a todos. Puede eliminar a las criaturas de la noche y… —hizo una pausa— finalmente traer la paz al mundo.
Dairan miró a Zyran. No entendía del todo su expresión. No era la de alguien que deseaba esa arma para sí, sino la de alguien que cargaba con un peso demasiado grande.
—Está bien —dijo finalmente—. Emris, entrégasela.
El niño asintió. Buscó entre sus ropas y sacó la esfera. Más que un arma, parecía una obra de arte. Con sumo cuidado, se acercó a Zyran y se la entregó.
—Bien, muchachos —dijo Zyran mientras se ponía de pie—. Es hora de que nuestros caminos se separen. Buen viaje… en lo que sea que planeen hacer.
Dairan y Emris se despidieron de él. Arzhel, en cambio, solo cruzó una mirada con Zyran. No hubo palabras.
—Bien, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó Arzhel.
—Primero, dormir —respondió Dairan—. Luego iremos lo más lejos posible de esta reino. Se convertirá en un caos, y no pienso quedarme a verlo.
Arzhel asintió. Observó cómo Dairan se acomodaba para recostarse y lo imitó. Emris, en cambio, se acercó a Dairan y se acostó a su lado.
—¿Qué sucede? ¿Tienes miedo? —preguntó Arzhel.
Emris se sonrojó y bajó la cabeza.
—Basta —intervino Dairan—. No lo intimides. Si quiere quedarse a mi lado, está bien.
—Yo también quiero estar a tu lado —dijo Arzhel.
—Tú, aléjate.
La noche en el suelo fue dura para Dairan. No podía dormir. No sabía si era por la incomodidad o porque simplemente no lograba bajar la guardia.
Se levantó varias veces al escuchar pequeños ruidos. A su lado, Arzhel y Emris dormían profundamente; incluso Emris, a pesar del miedo que había pasado, descansaba como una roca.
Entonces, a lo lejos, Dairan escuchó un estruendo. Era lejano, pero potente.
Sin embargo, debido a la distancia y confiando solo en su oído, decidió no alarmarse. No despertó a los otros dos.
Por ahora… todo estaba en calma.
Cuando llegó la mañana, no lo hizo de golpe ni con gloria. El amanecer se filtró poco a poco entre los árboles, como un visitante tímido que no estaba seguro de ser bienvenido. La luz era pálida, casi enfermiza, y el aire aún conservaba el frío de la noche, ese frío que se pega a los huesos y hace que el cuerpo recuerde cada herida, cada cansancio acumulado.
Dairan llevaba rato despierto.
Había permanecido sentado, con la espalda apoyada contra el tronco de un árbol, escuchando el mundo despertar: el crujido de ramas lejanas, el murmullo del viento, algún animal pequeño moviéndose entre la maleza. Pensaba. Siempre pensaba demasiado.
Y, como tantas otras veces, volvió al plan que había tenido incluso antes de conocer a Emris.
Viajar hacia el sur. Alejarse. Avanzar todo lo posible hasta casi llegar al mar.
El mar.
Una palabra que no significaba nada concreto para él, pero que aun así sonaba a final… o a principio.
—Estamos listos para emprender una gran aventura —dijo Arzhel de pronto, con ese tono suyo que parecía convertir cualquier huida en una historia emocionante.
Dairan rodó los ojos, pero no respondió.
Emris, en cambio, asintió con entusiasmo. Sus ojos brillaban de una forma distinta, como si por primera vez en su vida esa decisión fuera realmente suya… o al menos una que no le habían impuesto a la fuerza. Había algo casi doloroso en ver a un niño emocionarse por algo tan simple como caminar hacia lo desconocido.
—Emris, ¿conoces el mar? —preguntó Arzhel mientras ajustaba sus cosas.
El niño negó con la cabeza.
—Yo tampoco —añadió Arzhel—, pero gracias a Dairan lo conoceremos.
—No empieces —gruñó Dairan, poniéndose en pie.
Arzhel rió, un sonido ligero, sincero, y prometió no molestarlo más… promesa que ambos sabían que duraría poco.
Comenzaron a caminar.
El sendero descendía suavemente, cubierto de hierba húmeda y raíces traicioneras. El sol subía despacio, pero aún no calentaba lo suficiente.
—Señor Dairan… —dijo Emris con timidez, como si cada palabra tuviera que empujarla fuera de su garganta.
Dairan frunció el ceño.
—No me llames así. Suena extraño. Aún no me siento tan viejo.
—¿Y cómo debo llamarlo?
Dairan pensó.
«Maestro» cruzó por su mente, y de inmediato lo rechazó. Demasiado peso. Demasiada responsabilidad. Demasiados recuerdos de órdenes y sangre.
—Llámalo tío —intervino Arzhel—. Así la gente pensará que son familia y tu información cambiará.
Dairan suspiró. Arzhel era demasiado hábil con la lengua; siempre encontraba la forma más práctica… y peligrosa… de resolver las cosas.
—¿Y a usted cómo debo llamarlo? —preguntó Emris, mirando ahora a Arzhel.
—Esposo del tío.
—Idiota, esa apuesta no vale. La hice cuando estaba borracho —bufó Dairan.
—Si hubieras ganado, no dirías eso.
—¿Quieres morir?
—Jajaja, está bien, está bien. No me burlaré de ti. Emris, puedes llamarme futuro esposo del—
Dairan alzó la mano y le tapó la boca con firmeza.
—No te atrevas.
Arzhel asintió, aunque la sonrisa que asomaba en sus ojos decía todo lo contrario. Esa maldita sonrisa sarcástica que, dependiendo del día, hacía que Dairan quisiera golpearlo… o simplemente mirarlo durante más tiempo del necesario.