Los tres permanecieron en aquel pueblo durante dos días completos, y en ese breve lapso ocurrió algo que a Dairan le resultaba inquietante: empezó a bajar la guardia.
No del todo, claro. Nunca lo hacía del todo. Pero el peligro parecía distante, casi olvidado, como una pesadilla que se recuerda borrosa al despertar.
La anciana los trataba con una amabilidad casi excesiva. Siempre tenía algo caliente preparado, siempre una sonrisa lista, siempre una pregunta trivial para llenar los silencios. Dairan no confiaba del todo en ella, pero tampoco podía negar que la casa se había convertido en un refugio incómodamente acogedor. Demasiado normal para alguien que había vivido rodeado de sangre y órdenes.
Aquella tarde, Dairan y Arzhel regresaban del bosque con los brazos cargados de leña. El sol comenzaba a descender, tiñendo el pueblo de tonos anaranjados y alargando las sombras hasta volverlas delgadas y amenazantes, como dedos estirándose desde el suelo.
Reían.
O, al menos, Arzhel hablaba animado y Dairan lo escuchaba a medias, fingiendo no disfrutar de esa ligereza.
Fue entonces cuando Dairan escuchó las voces.
Hombres del pueblo. No gritaban. No cuchicheaban. Hablaban con ese tono extraño que se usa cuando se repite un rumor demasiado grande para ser comprendido del todo.
—…dicen que el Reino del Sur quedó reducido a cenizas…
—…no quedó nada, ni el palacio…
Dairan se detuvo en seco.
El comentario le atravesó la cabeza como una astilla.
Aquello no podía ser cierto.
Un reino tan grande, con murallas, ejércitos, defensas antiguas… ¿destruido por completo? Podía haber daños, sí. Caos, fuego, muerte. Pero aniquilado… no. Su mente se negó a aceptarlo.
—¿Escuchaste eso? —murmuró Dairan, sin apartar la vista del camino.
—¿Escuchar qué? —respondió Arzhel, distraído.
Dairan no dijo nada más.
Algo en su pecho empezó a tensarse, esa sensación conocida que precedía siempre a la violencia. Aceleró el paso, con la leña crujiendo bajo sus brazos.
Entonces ocurrió.
El sonido no fue sutil. El trote de caballos golpeando el suelo con fuerza, demasiado rítmico, demasiado organizado para ser casual. En cuestión de segundos, varios soldados montados irrumpieron en el pequeño pueblo, rompiendo la calma como un vaso estrellándose contra el suelo.
Algo andaba mal.
Muy mal.
Dairan reaccionó por instinto. Soltó la leña, tomó a Arzhel del brazo con fuerza y lo apartó de la vista pública, llevándolo a un callejón estrecho donde la luz apenas llegaba. No se ocultaron del todo. Dairan quería ver. Necesitaba entender.
Y entonces los reconoció.
No por los rostros, sino por la forma de moverse. Demasiado elegantes. Demasiado seguros.
—Elfos… —pensó, con la mandíbula apretada—. ¿Qué demonios hacen aquí?
Uno de ellos, claramente de alto rango, descendió de su caballo. El animal resopló, nervioso, como si también percibiera la tensión en el aire. El soldado alzó la voz, clara, arrogante, hecha para ser obedecida.
—Tenemos cuatro fugitivos que creemos han pasado por este pueblo. Revisaremos cada rincón, y quien se niegue a cooperar será ejecutado.
Las palabras cayeron como piedras. La gente del pueblo se quedó inmóvil.
—Tres de los fugitivos son hombres de aproximadamente veintiocho años —continuó—, y uno es un adolescente de catorce. Si alguien los ha visto, ahórrenos el trabajo y salve su vida hablando ahora.
Dairan sintió cómo algo se cerraba en su estómago.
—Somos nosotros… —pensó—. Pero… ¿cuatro?
—Tenemos que irnos ya —susurró Arzhel.
Dairan asintió sin mirarlo.
Soltaron la leña y se movieron con rapidez hacia la casa de la anciana. Emris estaba allí. Solo pensar en eso hacía que el pulso de Dairan se acelerara. Pero antes de llegar, vio cómo los soldados comenzaban la inspección. Uno en cada esquina. Vigilando. Esperando.
No había salida fácil.
—¿Luchamos? —preguntó Arzhel en voz baja.
Dairan negó con la cabeza.
No. No aquí. No ahora.
Sin decir palabra, tomó a Arzhel de la mano y lo arrastró de nuevo hacia el callejón. El corazón le martillaba en los oídos. Pensó rápido, brutalmente rápido.
Y entonces lo hizo.
Lo besó.
No fue suave. No fue bonito. Fue desesperado, casi violento, como si el mundo fuera a acabarse en ese instante. Dairan aflojó su propia ropa, torpe, y luego la de Arzhel. Sus manos temblaban, no por deseo, sino por pura adrenalina.
Arzhel se quedó rígido un segundo, sorprendido… y luego entendió. Una sonrisa lenta, peligrosa, se dibujó en su rostro mientras respondía al beso y atraía el cuerpo de Dairan contra el suyo.
En ese preciso momento, Dairan vio al soldado élfico asomarse al callejón.
El tiempo pareció estirarse.
Arzhel no dudó. Bajó la mano hasta el trasero de Dairan con descaro absoluto.
El soldado se detuvo en seco. El color le subió al rostro de forma casi cómica. Se giró de inmediato, murmurando algo ininteligible, claramente no preparado para presenciar algo así entre dos hombres.
Momentos después, se escuchó su voz, tensa, anunciando que no había nada sospechoso allí.
Dairan soltó el aire que no sabía que estaba conteniendo… hasta que sintió el dolor.
Un pinchazo agudo.
Arzhel lo había mordido.
Dairan se separó de golpe y se llevó la mano a la boca. Al tocarse, vio sangre. Roja. Real.
—¿Qué demonios te pasa? —gruñó.
—Tenía que ser convincente —respondió Arzhel, con esa sonrisa pícara que siempre conseguía sacarlo de quicio—. ¿Cómo sabías que esto funcionaría? ¿Ya lo habías hecho antes?
—Las muestras de afecto así incomodan a cualquiera —replicó Dairan—. No importaba si era un hombre mayor; igual habría salido huyendo.
A pesar de las palabras, no se apartó del todo. Sus cuerpos seguían demasiado cerca. Lo único que los separaba ahora eran sus labios.
—Tenemos que ir por Emris —dijo al fin—. Espero que no lo hayan encontrado aún.