El secreto que nos une

Capitulo 3

Damian

‎Tenía que ser una maldita broma, no podía haber regresado, no ahora.

‎¿Por qué mierda regresó? Está más que claro que no sabía que la nueva publicista iba a ser ella, si lo hubiera sabido, no lo habría permitido. Es una maldita cínica, ¿cómo se atreve a poner un pie en mi empresa luego de lo que pasó? Luego de haberse largado como si nada le importara.

‎Toda la reunión fue una pesadilla, verla sentada a mi lado como si nada pasara, como si no nos conociéramos, como si no hubiera dormido en mi cama.

‎No puede estar de vuelta.

‎La veo y todavía me cuesta creerlo.

‎Emma. Caminando por los pasillos de la empresa como si nada. Como si no me hubiera borrado de su vida sin decir una palabra.

‎Y para colmo… le asignan la oficina justo al lado de la mía.

‎Perfecto.

‎Como si esto fuera un maldito chiste.

‎Cada vez que escuche esa voz, cada vez que respire cerca, va a ser una tortura. La peor.

‎Y no pienso soportarlo con una sonrisa.

‎El aire en esta oficina pesa. Me aprieta el cuello, me quema la nuca. Siento las pulsaciones marcadas en la sien. Necesito salir antes de estallar. Antes de que alguien note que estoy a un paso de romper algo.

‎Tomo las llaves, el móvil y salgo sin mirar a nadie. No quiero comentarios, no quiero preguntas. No quiero que nadie me hable de ella.

‎El bar de la empresa no es opción.

‎No pienso verla. No quiero cruzarla ni por error.

‎Prefiero caminar una cuadra más y mantener la poca calma que me queda.

‎Entro al bar de siempre. Luces bajas, gente mínima, ambiente espeso.

‎Me siento en la barra. El barman me reconoce, no hace falta que diga demasiado.

‎—Vodka. Doble. Sin hielo —digo, seco, firme, sin rodeos.

‎Recorro el lugar notando que hay más gente de lo normal.

‎Siempre vengo a este bar y casi nunca hay nadie, es lo que me gusta. Silencio, oscuridad, anonimato. Pero hoy no. Hoy hay una mesa llena de universitarios haciendo estupideces, gritando como si estuvieran en una maldita fiesta.

‎Lo que me faltaba.

‎Termino el vodka de un solo trago y dejo el vaso sobre la barra con más fuerza de la necesaria. Voy a pedir otro. Quizá el doble. Quizá la botella entera.

‎Justo cuando me estoy acomodando, siento un jalón brusco en la parte baja del pantalón. Frunzo el ceño.

‎¿Un perro? ¿Un idiota borracho en el suelo? Bajo la mirada, listo para gritarle al imbécil que se atreva a arruinarme la ropa...

‎Y me congelo con lo que veo.

‎Lo que veo no tiene sentido.

‎Una niña. Pelirroja. No más de cinco o seis años. Con unos ojos tan verdes como los míos. Va vestida con un vestido rosa y un enorme abrigo que estoy seguro que no es de su talla.

‎Me quedo quieto, como si parpadear fuera a borrarla. Pero ahí está. De pie junto a mí. Como si nada. Como si eso fuera normal.

‎¿Estoy soñando? ¿Me afectó ese trago más de lo que creí?

‎Y entonces, me habla:

‎—Señor elegante, ¿puede pedirme un chocolate caliente? Es que no alcanzo.

‎Abro la boca para responder, pero no sé qué decir.

‎No entiendo qué hace una niña en este lugar. Mucho menos una niña tan pequeña, parece sacada de una película. Es irreal, tiene el cabello tan rojo, que me recuerda al de alguien.

‎No sé si reírme o alarmarme con las estupideces que estoy pensando.

‎Sigue ahí, como si de verdad esto tuviera sentido. Como si no estuviéramos en un maldito bar lleno de ruido y adultos con problemas.

‎Empieza a balancearse sobre sus pies, como si estuviera jugando. ¿Quién deja a una niña sola en un lugar así?

‎—¿Señor elegante, si me va a ayudar o no? Es que no alcanzo.

‎Me quedo mirándola. No sé si contestarle, ignorarla, o pararme y salir corriendo. Me cuesta procesarlo.

‎Esa forma de hablar, esa seguridad. Esa sonrisa descarada. Es como si no le afectara nada.

‎—¿No sabe hablar? —pregunta, alzando una ceja como si me estuviera evaluando. Luego suelta una risita burlona.

‎Tengo la boca seca. Y no por el vodka.

‎La niña me habla como si me conociera. Como si no fuera un desconocido en un bar.

‎Empieza a hacerme señas con las manos, exageradas, como si yo fuera un idiota.

‎—¡Tan grande y no sabe hablar! —dice con una carcajada tan natural que me descoloca por completo.

‎¿¡Por qué se ríe!?

‎—¿Va a ayudarme o me voy a quedar con hambre toda la vida?

‎Trago saliva con fuerza. Siento un nudo tenso en la garganta, pero lo disfrazo con una respiración larga.

‎Tenemos los mismos ojos.

‎Exactamente los mismos.

‎—Mi mamá dice que las personas que no saben hablar son especiales y hay que tratarlas con respeto.

‎No puede ser.

‎Esto no está pasando.

‎Esto no puede estar pasándome a mí.

‎—¿Cuál es tu nombre? —pregunto, intentando sonar indiferente.

‎—Olivia —responde, inflando el pecho con orgullo—. Pero puedes decirme Oliv, así me dicen los que me caen bien.

‎—¿Ah, sí? ¿Y yo ya estoy en esa lista? —arqueo una ceja.

‎—Mmm… aún no. Pero si me compras el chocolate, quizás.

‎La sinceridad me descoloca. Vuelve a reír. Esa risa… aguda, traviesa, molesta. Y por algún motivo, no puedo dejar de mirarla.

‎—¿Dónde están tus padres?

‎—Mi tía está aquí, pero está hablando con alguien por teléfono. Me dijo que me quedara en la mesa, pero me aburrí. Además, usted se ve menos aburrido que ella.

‎No sé si sentirme halagado o insultado. Me acomodo en la barra, buscando con la mirada a alguien que parezca una tía. Nadie. Solo universitarios borrachos y un par de ejecutivos medio perdidos.

‎—¿Tu tía te deja ir sola a hablar con desconocidos?

‎—No. Pero yo soy muy valiente. Además, tengo buen instinto —dice tocándose la sien—. Si alguien tiene cara de malvado, no le hablo.

‎—¿Y yo?

‎—Usted tiene cara de... gruñón elegante. Como los villanos que tienen historia triste.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.