El secreto que nos une

Capítulo 5

Damián

‎Bajé a recepción porque necesitaba unos documentos que, según el asistente, estaban “en algún lado” entre las pilas de papeles que la recepcionista juraba tener bajo control. Mentira. Pero al menos me daba una excusa para salir de la oficina y respirar lejos de Emma… o intentarlo.

‎La odiaba, la odiaba por volver, odiaba su cabello rojo, sus malditos ojos azules, odiaba las pecas que tenía en la nariz, las que alguna vez me había gustado contar, odiaba su nariz respingada, su sonrisa brillante, la odiaba, por haberme abandonado.

‎No había dado ni tres pasos hacia el mostrador cuando escuché una voz infantil, alta y decidida:

‎—No, no, no… no es aquí. Quiero ir a la luna. ¿Usted sabe cómo puedo ir?

‎Fruncí el ceño. Esa voz la conocía.

‎Giré hacia la derecha y, efectivamente, ahí estaba: Olivia. Otra vez.

‎La pequeña se plantaba frente a un empleado de seguridad, tan seria como un diplomático en misión especial.

‎—Dije que a la luna —insistió, cruzándose de brazos.

‎—Eso queda un poco… lejos, señorita —balbuceó el guardia, perdido.

‎No pude evitar sonreír, aunque fue más una mueca que otra cosa.

‎—Creí que ya habíamos hablado de eso, señorita parlachina —intervine, caminando hacia ella.

‎Olivia me miró y, por un segundo, vi cómo sus ojos tan verdes como los míos se encendían con esa chispa traviesa.

‎—Ah… tú. ¿Ya averiguaste cómo mandar cartas a la luna?

‎—Estuve ocupado dirigiendo una empresa —respondí con sarcasmo—. Y, spoiler, no encontré la dirección lunar.

‎Ella soltó una risita.

‎— Pensé que eras listo, señor elegante.

‎—Vaya insolencia… pensé que las niñas obedecían a sus tías.

‎Olivia se encogió de hombros, como si hubiera confesado robar un caramelo.

‎—Es que mi tía Alice no entiende nada de viajes importantes.

‎—No parece entender tampoco de cuidar niños —repliqué, sin molestia pero con ironía—. Deberian ponerte un GPS

‎Olivia soltó una carcajada y yo, contra mi voluntad, también sonreí. Esa pequeña tenía el don de desarmar a cualquiera, incluso a mí.

‎—¿Y a qué aventura huyes esta vez? —pregunté, más curioso de lo que quería admitir.

‎—A ver a mi mamá —dijo con total naturalidad.

‎Y entonces… silencio. Mis pasos se detuvieron sin querer. Estaba a punto de preguntar quién era cuando una voz femenina, agitada, irrumpió en la escena.

‎—¡Olivia! —Alice apareció con el rostro encendido—. ¡Te dije que no te alejaras!

‎—Pero… —protestó la niña.

‎—Nada de peros —la tomó de la mano, disculpándose conmigo y el guardia—. Lo siento, señor.

‎Yo me limité a alzar una ceja.

‎— Se ve que tienes talento para cuidar niños—dije con sarcasmo.

‎— Señor refinado, podría conseguirme un cohete—dijo la pequeña mirandome con una pequeña sonrisa.

‎— Claro, tengo muchos estacionados en mi casa—respondí con sarcasmo.

‎Alice rodó los ojos y se llevó a Olivia, que me regaló una sonrisa de complicidad por encima del hombro.

‎Estaba a punto de girar y volver a mi oficina cuando la vi.

‎Emma.

‎De pie, cerca del ascensor, pálida como si acabara de ver un fantasma. O peor: como si hubiera visto algo que no debía.

‎Nuestros ojos se encontraron. Y ahí estaba de nuevo… esa sensación maldita. Ese tira y afloja entre el rencor y el recuerdo de lo que fue.

‎Fruncí una ceja y avancé despacio, disfrutando del espectáculo.

‎—Vaya, White… —mi voz salió más baja de lo que pretendía, con esa nota burlona que me encanta usar con ella—. ¿Siempre tienes ese look de “me acaba de atropellar un tren” o es solo para ocasiones especiales?

‎Sus labios se apretaron en una línea fina. Ni un saludo, ni una réplica ingeniosa. Curioso.

‎—No me molestes, Damián —murmuró, intentando esquivar mi mirada.

‎Ah, perfecto. Juego aceptado.

‎Me incliné apenas, acortando la distancia entre nosotros lo suficiente para que tuviera que levantar la vista.

‎—Molestarte es gratis… y demasiado tentador. Aunque, si me dices por qué estás tan… pálida, tal vez te deje en paz.

‎Sus manos se crisparon sobre la carpeta que llevaba.

‎—No es asunto tuyo.

‎—Entonces sí que es interesante —sonreí, ladeando la cabeza—. Yo pensé que eras mejor mintiendo.

‎Iba a replicar, lo vi en el destello de sus ojos… pero entonces la recepcionista apareció con una enorme caja de rosas rojas y un moño tan grande que parecía ridículo.

‎—Señorita White, esto es para usted.

‎Me giré apenas, evaluando el paquete con una lentitud deliberada.

‎—Rosas rojas… —comenté, fingiendo indiferencia, aunque un calor incómodo me subió al pecho—. Qué cliché.

‎Ella ni siquiera las miró. Solo se quedó quieta, como si las flores fueran un recordatorio cruel de algo que no quería tocar.

‎—No pareces emocionada —añadí, con un deje de burla—. O es que no es tu color.

‎Su respiración se volvió más corta, y por un instante pensé que iba a dejar caer toda esa compostura.

‎No lo hizo. Solo me dio la espalda y comenzó a caminar hacia los ascensores.

‎La seguí con la mirada, disfrutando de cada paso de su huida, analizandola perfectamente, tenía la piel más blanca y el cabello mucho más rojo.

‎Y ahí, solo entonces, dejé que un pensamiento me atravesara como un rayo:

‎La niña… se parecía demasiado a ella.




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