El secreto que nos une

Capítulo 6

Emma.
‎El murmullo de la oficina era constante: teléfonos sonando, pasos apresurados sobre el mármol, conversaciones cortadas a medias. Campbell Holdings parecía un hormiguero, y yo, la intrusa que todos observaban. Las miradas se deslizaban hacia mí cada vez que caminaba con una carpeta en la mano, como si quisieran descubrir qué hacía allí, tan cerca del implacable Damián Campbell.

‎Y si ya era difícil fingir normalidad, después de lo que había presenciado en recepción, todo se volvió insoportable.
‎La imagen me quemaba por dentro: Olivia, riéndose con él, parloteando sobre cohetes y lunas, como si se conocieran de toda la vida.
‎Como si fuera natural.
‎Como si fuera… suyo.

‎Me obligué a enderezar la espalda, a no mostrar nada, aunque por dentro sentía que se me desmoronaba el suelo. Damián me había mirado como si lo hubiera descubierto todo, y yo apenas había logrado huir a tiempo.

‎—Emma, ¿lista para la reunión de proyección? —La voz de Adam me arrancó de mis pensamientos.

‎Adam. Sonrisa confiada, cabello rubio despeinado como si nunca tuviera tiempo de peinarse, y esa facilidad para caer bien a todos. Era uno de los diseñadores creativos más destacados de la empresa, y, para mi desgracia, Damián había decidido que trabajaríamos en conjunto para el próximo proyecto.

‎—Sí —respondí, con un intento de sonrisa.

‎—Genial. Necesitamos revisar los planos en la sala de conferencias, pero parece que su majestad también quiere asistir —dijo en voz baja, inclinándose hacia mí con picardía.

‎No hizo falta que me aclarara a quién se refería. El aire se tensó un segundo antes de escuchar el sonido de sus pasos inconfundibles.

‎—White. Adam. —La voz de Damián cortó el ambiente como un bisturí. Ni un saludo, ni una cortesía. Solo órdenes disfrazadas de palabras.

‎Adam le devolvió una sonrisa ligera.
‎—Justo íbamos hacia allá, jefe.

‎Me atreví a mirarlo. Y maldita sea, por qué lo hice. Ese traje oscuro, perfectamente entallado, la corbata ajustada con precisión, y esa mirada fría que escondía algo que yo sí conocía: un fuego que no se había apagado.

‎Caminamos hasta la sala de juntas. Los empleados se apartaban al verlo pasar, como si llevara un aura peligrosa. Yo lo sentía a mi lado, demasiado cerca, demasiado presente.

‎Una vez dentro, Adam desplegó los bocetos sobre la mesa. Me incliné para revisarlos y sentí la mirada de Damián clavada en mi nuca. Esa clase de atención que pesa.

‎—Creo que esta versión tiene más impacto visual —dijo Adam, señalando una de las propuestas. Se inclinó a mi lado, tan cerca que podía sentir su hombro rozar el mío.

‎—Estoy de acuerdo —asentí, tomando notas en mi libreta.

‎Un silencio helado se extendió. Lo levanté apenas la vista y lo encontré: Damián, recostado en la silla, observándonos con esa media sonrisa que no significaba nada bueno.

‎—Qué interesante —murmuró al fin—. Adam, no sabía que además de diseñador, dabas clases de… proximidad intensiva.

‎El aire se me cortó en el pecho. Adam soltó una carcajada nerviosa.
‎—Solo trabajo en equipo, señor Campbell.

‎—Ah —Damián arqueó una ceja—. Supongo que es eso lo que llaman trabajo en equipo. Muy ilustrativo.

‎Lo fulminé con la mirada, pero él no se inmutó. Solo disfrutaba de incomodarme, de pincharme hasta hacerme estallar.

‎La reunión continuó entre observaciones técnicas, pero cada vez que Adam hacía un comentario gracioso, yo notaba cómo Damián apretaba la mandíbula. No lo demostraba de forma obvia, pero estaba allí, en la forma en que tamborileaba los dedos sobre la mesa, en cómo interrumpía cada vez que la conversación se volvía demasiado ligera.

‎Cuando terminamos, Adam recogió los planos y me sonrió.
‎—¿Te parece si después revisamos los detalles de color en mi oficina?

‎Antes de que pudiera responder, Damián se levantó de golpe.
‎—No. Los detalles de color se revisan aquí. Conmigo. —Su voz fue tan seca que Adam parpadeó, sorprendido.

‎—Claro, como prefieras —dijo, forzando una sonrisa.

‎Yo cerré la libreta con un chasquido, furiosa por dentro.

‎—No tienes por qué decidir por mí, Damián.

‎Él me sostuvo la mirada, y ahí estaba de nuevo esa guerra muda.

‎—Créeme, White… si decidiera por ti, estarías en un lugar muy distinto ahora mismo.

‎El silencio que siguió fue denso, cargado de todo lo que no podíamos decir.

‎La puerta se abrió de repente y apareció Liam, con una taza de café en la mano y la otra en el bolsillo.

‎—¿Qué pasa aquí? —preguntó, con una sonrisa pícara—. Porque el aire se corta con cuchillo, y no precisamente por los proyectos de marketing.

‎—Nada —respondí demasiado rápido.

‎—Oh, claro —Liam rió—. “Nada”. Y yo soy sacerdote.

‎Damián rodó los ojos, molesto.

‎—Lárgate, Liam.

‎—Ni lo sueñes —replicó, dándole un sorbo al café—. Esto está demasiado divertido.

‎Yo quería que el suelo me tragara, pero lo único que conseguí fue cruzar miradas otra vez con Damián. Esa chispa maldita estaba ahí, mezclada con rencor, con reproches, con todo lo que me había prometido no volver a sentir.

‎Liam terminó de reírse de su propio chiste y se giró hacia mí.

‎—Emma, ¿quieres que te acompañe al almuerzo? —preguntó con un tono despreocupado, como si no acabara de meterme en un incendio emocional.

‎—Yo… —abrí la boca, pero no llegué a responder.

‎—No tiene tiempo —cortó Damián, tajante, mirándolo como si acabara de insultarlo en público.

‎—¿Ah, no? —replicó Liam, divertido—. ¿Y desde cuándo tú manejas su agenda personal?

‎El silencio que siguió fue espeso. Yo apenas podía respirar.

‎Damián se inclinó hacia mí, con los ojos clavados en los míos. Su voz bajó lo suficiente para que solo yo lo escuchara:
‎—Porque la conozco mejor de lo que ella quiere admitir.

‎Sentí que se me helaba la sangre.

‎Y entonces, como si lo hubiera planeado, Adam regresó a la sala con unos documentos en la mano.

‎—Emma, olvidaste esto —dijo, sonriéndome con una naturalidad que me pareció cruel.

‎Yo lo tomé, agradecida por el respiro. Pero Damián no apartó la mirada de mí, ni un segundo.

‎—Cuidado, Adam —soltó, con esa media sonrisa venenosa—. White tiene talento para enredar a los hombres… aunque después los deje destrozados.

‎El aire se evaporó de mis pulmones. Adam frunció el ceño, Liam casi escupió el café, y yo… me quedé de piedra.

‎Pero él no parecía arrepentido. Al contrario: disfrutaba vernos reaccionar.
‎Y antes de salir de la sala, lanzó el golpe final:

‎—Algunos sabemos de primera mano lo que cuesta sobrevivir a ella.

‎La puerta se cerró con un golpe seco. Y el silencio que quedó atrás fue ensordecedor.




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