Damián
Rendirme nunca ha sido una opción. Lo aprendí a golpes, literalmente, cuando el bastardo de mi padre descargaba su frustración sobre mí porque, según él, yo no era digno de heredar su maldita empresa. Lo confirmé años después, cuando Emma decidió irse sin mirar atrás.
No hubo explicación ni enfrentamiento, ni lágrimas a las que aferrarme. Solo una carta miserable, escrita como si unas cuantas líneas pudieran borrarme de su vida.
Creyó que con su regreso me iba a desestabilizar, pero no. Estoy listo para este juego y, esta vez, pienso ganar.
Retiro la mano de la pared, sin dejar de observarla. Sus mejillas siguen encendidas por la cercanía y su respiración acelerada me dice mucho más que cualquier palabra.
—¿Te pone nerviosa que me acerque tanto? —pregunto, dejando que la malicia se cuele en mi voz.
—No digas estupideces —responde demasiado rápido, y esa defensa apresurada me arranca una sonrisa torcida.
Me inclino apenas, lo justo para que sienta el calor de mi aliento junto a su oído.
—Entonces explícame por qué tiemblas, mi amor —murmuro con la voz ronca a propósito.
La veo apretar los labios, buscando una respuesta ingeniosa que no llega. Me divierte. Siempre fue así: demasiado orgullosa para ceder, demasiado transparente para fingir.
Sin embargo, hay algo que me incomoda. Ese maldito acercamiento con Liam. Cada vez que lo veo cerca de ella, algo dentro de mí se crispa. Mi mejor amigo, el tipo que ha estado conmigo en todo, ahora caminando a su lado como si tuvieran algo.
—No me digas que ahora prefieres la compañía de Liam —digo con ironía—. Vaya gusto el tuyo.
Ella me fulmina con la mirada.
—No seas ridículo.
—Ridículo sería pensar que él puede darte lo que yo sí.
Parpadea, nerviosa, y con eso me basta. La sospecha me roe por dentro. Recuerdo esa vez en el parque, aquel instante en que vi a Emma con una niña. La forma en que se miraban, lo extraño del momento. No lo entendí entonces y aún hoy me incomoda. Algo oculta. Y Liam… Liam lo sabe. Lo sé.
Ella intenta apartarse, pero le bloqueo el paso un segundo más, disfrutando de la tensión en sus ojos. Luego, con calma fingida, me separo y simulo indiferencia.
—Mañana quiero que vengas a mi departamento —digo de pronto.
—¿Qué? —pregunta, como si no hubiera escuchado bien.
—Mi penthouse —repito, y la observo fruncir el ceño. Sé lo que está pensando, lo que imagina, lo que intenta ocultar con ese rubor repentino que sube a sus mejillas.
—Ni lo sueñes —escupe, alzando la voz.
Yo suelto una carcajada baja, oscura.
—Tranquila, princesa. No me malinterpretes. Es por trabajo. Eres mi publicista personal, ¿o ya se te olvidó?
La confusión y el enojo se mezclan en su rostro. Me encanta verla así: descolocada, intentando adivinar si voy en serio o si todo es parte de mi juego.
Cuando por fin la dejo marcharse, el silencio me golpea. Camino de regreso al auto y pienso en lo jodido que fue llegar hasta aquí. Los años con mi padre moldearon cada parte de mí, a golpes, a gritos, a base de exigencias imposibles, Incluso ahora sigue jodiéndome, empujándome a mantener un compromiso con Sophia. Una relación vacía, sin pasión, aceptada solo para que se calle y deje de hostigarme. No pienso casarme con ella. No pienso encadenarme.
Y, sin embargo, Emma está aquí. Su regreso removió un terreno que yo creía muerto. Me provoca rabia, sí, pero también algo más. Algo que no quiero admitir y que, por más que me esfuerzo en negar, me carcome desde que volvió a mirarme con esos ojos que alguna vez fueron míos.
Aprieto el volante. No, no pienso rendirme. Este es mi juego y, en este juego, Emma va a perder.
Llego a mi departamento pasadas las once. El silencio me recibe como un golpe. Todo está en su lugar, impecable, frío… como siempre. Camino directo hacia el bar, sirvo whisky y me dejo caer en el sillón.
Por un segundo, pienso que debería dejar de hacerlo, pero mis ojos terminan buscando lo mismo de siempre: la caja negra que guardo en el estante de abajo.
La abro.
Ahí está.
Su foto.
Emma y yo, sonriendo como dos idiotas en aquel viaje a Alaska. Ella llevaba ese gorro rojo ridículo que odiaba, y yo juro que nunca la había visto tan feliz.
Miro la imagen un rato, con ese nudo asqueroso formándose en la garganta. No sé en qué momento me volví este tipo: frío, calculador, incapaz de dormir sin una copa en la mano. Pero sé cuándo empezó: el día que la muy cobarde se fue.
Esa carta...
La tengo doblada dentro del mismo sobre, desgastado en las esquinas. No sé por qué no la tiré. Tal vez porque, por mucho que la odie, esa hoja sigue siendo lo único que me quedó de ella.
La abro despacio. Las palabras están tan grabadas en mi memoria que podría recitarlas con los ojos cerrados. La leí mil veces. Mil jodidas veces.
Y cada vez dolía igual.
Recuerdo las noches que pasé buscándola. Las llamadas, los contactos, los vuelos. Ni una pista. Era como si la tierra se la hubiera tragado.
—Me hiciste ver como un maldito idiota —murmuro, dejando el papel sobre la mesa.
El vaso se vacía rápido. Y por primera vez en mucho tiempo, no sé si la rabia que siento es por lo que me hizo... o por lo que todavía me provoca.
Cierro los ojos y la veo. Esa mirada, esa voz, ese maldito temblor que intenta disimular cuando me acerco.
Sonrío sin ganas.
Que tiemble todo lo que quiera.
Esta vez, el que va a salir herido no seré yo.
Pero hay algo que no logro sacarme de la cabeza. Ver a Emma con Olivia fue… raro. No sé si fue la coincidencia o esa maldita sensación de déjà vu, pero por un segundo juré ver algo mío en esa niña. En su forma de mirar, en cómo se aferraba a ella, en ese gesto terco que me recordó demasiado a mí. Me dejó una sensación extraña, como si estuviera viendo lo que pudo haber sido… lo que me arrebataron.