Emma
La puerta del penthouse todavía está entreabierta cuando Sophia decide que ya ha jugado bastante a la dueña de casa.
—¿Puedes cerrar cuando salgas, cielo? —me dice con esa sonrisa de tiburona mientras se enreda una toalla en el pelo húmedo—. Damián y yo tenemos planes.
Yo sonrío. Una sonrisa que podría cortar vidrio.
—Tranquila, rubia. No pienso quedarme a ver el segundo round.
Doy un paso adentro igual, porque no le voy a dar el gusto de que me eche como a una repartidora.
El penthouse de Damián es exactamente lo que imaginaba: amplio, moderno, con ventanales que hacen que la ciudad parezca una maqueta bajo nuestros pies. Todo está perfectamente ordenado, como si alguien hubiese decidido que aquí no se permite el caos… ni las huellas de nadie.
Camino despacio, revisando los documentos que vine a entregarle, pero mi mirada se escapa una y otra vez hacia los detalles: el sofá impecable, la barra minimalista en la cocina, las estanterías sin un solo objeto fuera de lugar. No hay rastros de vida, solo elegancia fría. Tal vez eso debería tranquilizarme, pero no lo hace.
Porque mientras observo ese espacio tan pulido, tan “intocable”, una pregunta tonta—y dolorosa—se instala donde no debería:
¿Con cuántas habrá compartido este mismo silencio en estos cinco años?
Sacudo la cabeza, intentando apartarlo. Vine a trabajar, no a revolver fantasmas. Pero aun así, esa punzada sigue ahí, pequeña, insistente… suficiente para recordarme que estar aquí nunca iba a ser fácil.
Desde el pasillo se escucha la ducha cerrarse, unos pasos descalzos se escuchan sobre mármol.
Damián aparece con una toalla blanca en la cintura, el pelo chorreando, el pecho todavía con gotas que bajan lentas por todo su torso.
Me ve y se para en seco.
Sus ojos recorren mi cuerpo en menos de un segundo y vuelven a mi cara.
Yo no me muevo.
Solo alzo una ceja.
—Vaya —digo, voz lenta—. Qué puntualidad la tuya, jefe. Me citas a las nueve y apareces recién follado a las nueve y cuarto. ¿Eso sí que es marca personal?
Sophia suelta una carcajada chillona.
—Ay, qué graciosa la publicista. ¿Siempre entra sin que la inviten o solo cuando huele drama?
Miro a Sophia de arriba abajo, despacio, como si estuviera midiendo basura.
—No, cielo. Solo cuando huelo a desesperación con laca de uñas.
Damián aprieta la mandíbula.
—Sophia, déjanos un minuto.
—¿En serio? —protesta ella, cruzándose de brazos—. Acabo de salir de la ducha contigo, ¿y ahora me echas por ella?
Él ni la mira.
—Un minuto —repite, voz de hielo.
Sophia me dedica una mirada que promete guerra nuclear, me sopla un beso falso y se va contoneándose hacia el dormitorio.
No sin antes rozar todo el cuerpo contra Damián al pasar.
Él no reacciona.
Sus ojos siguen clavados en mí.
Cuando la puerta del dormitorio se cierra, el aire se vuelve denso, eléctrico.
—¿Qué coño quieres, Emma? —pregunta, voz baja.
—Trabajar —respondo, dejando el portafolio en la isla de la cocina con un golpe seco—. Tú me citaste aquí, ¿recuerdas? Aunque entiendo que con tanto cardio te falle la memoria.
Él avanza dos pasos, y yo trato de concentrarme en no mirar como la toalla baja peligrosamente por su cadera.
—No me toques los cojones.
Sonrío.
—¿Los cojones? —bajo la vista con descaro—. Tranquilo, no pienso acercarme. No vaya a ser que se me pegue algo.
Sus labios se curvan en una media sonrisa peligrosa.
—Qué boca tan valiente te has puesto en Nueva York —murmura—. Antes no hablabas así… a no ser que te tuviera de rodillas.
El recuerdo me golpea bajo, fue una jugada sucia.
Me muerdo el interior de la mejilla para no darle el gusto de que me vea tragar saliva.
—Antes tampoco salías de la ducha oliendo a otra —replico—. Parece que los dos hemos cambiado de hábitos.
Él se inclina apenas, lo justo para que su aliento roce mi oreja.
—¿Segura? Porque yo recuerdo perfectamente cómo gemías mi nombre cuando te follaba contra la puerta. Y no sonaba a que te molestara el olor.
El pulso se me dispara.
Me arden las mejillas, pero no retrocedo.
—Qué memoria selectiva —susurro—. Yo recuerdo dejabas mucho que desear, Pero en fin, el pasado.
Se ríe
—Cuidado Emma, voy a pensar que estás celosa —dice con una sonrisa burlona.
Aprieto los dientes.
—Estoy aquí porque me pagas. No porque me muera por ver tu espectáculo de toalla barata.
Él se endereza, lento, y se pasa la mano por el pelo mojado.
Una gota cae justo sobre su clavícula y resbala hasta perderse bajo la toalla.
—Claro —dice, burlón—. Por eso tienes la respiración así de agitada. Profesionalismo puro.
Doy un paso más.
Ahora estamos a centímetros.
Puedo sentir el calor de su piel, el olor a jabón caro mezclado con el de ella.
Me da rabia.
Me da ganas.
—Respira tú —susurro—. Que la toalla se te va a caer y no creo que tu noviecita agradezca que le enseñes a la visita lo que se come todas las noches.
Sus ojos brillan.
Se inclina otra vez, la boca casi rozando la mía.
—Si se cae —dice en voz tan baja que casi es un gruñido—, tú serás la primera en mirar.
El aire se me queda atascado en la garganta.
Y justo cuando creo que voy a perder el control y hacer una estupidez monumental, él se aparta de golpe.
—Espera en la sala —ordena, señalando con la barbilla hacia el sofá—. Me cambio en dos minutos.
Doy media vuelta, conteniendo la respiración.
Él me detiene con la voz antes de que dé dos pasos.
—Y Emma…
Me giro apenas.
—Si te molesta esperar —añade, con una sonrisa lenta y cruel—, no pasa nada. Tengo a una mujer preciosa en el dormitorio que atender. Puedo tardar… lo que haga falta.
La bilis me sube a la garganta.
Sonrío igual.
—Tómate el tiempo que quieras, jefe —respondo caminando hacia la sala sin mirarlo—. Total, ya sé que nunca fuiste de los que soportaban demasiado.