Ella camina despacio mira sobre su cabeza y maldice por lo bajo. No solo porqué este a punto de empezar a llover, tampoco por el hecho de que no lleva paraguas; sino más bien porqué las cosas se iban a poner bien feas desde que llegará a casa y todos la vieran. "La perfecta niña" y mojada de pies a cabezas. Respira profundo y estira los dedos, ya nada podía hacer. Las primeras gotas cayeron sobre su pelo, grandes y constantes, el sol ya se ocultaba y las luces de las calles empezaban a encenderse.
Las zapatillas pesaban a cada paso que daba o a cada charco en los que no evitaba caer. —Al demonio todo —, pensó mientras chapoteaba en el charco más hondo y grande que había en todo el camino. Pasar toda la vida como niña buena era de lo más estresante y agotador.
"Ivette no te rías fuerte"." Ivette tienes que ser buena anfitriona". "Ivette tienes que tener un novio de buena familia como nosotros".
Cerró los puños de solo recordarlo, nadie preguntaba si eso la hacía feliz, solo ordenaban, ordenaban y ya. Al diablo con lo que ella quisiera.
—La puerta del infierno —murmuro en la entrada de su casa
Ivette Montalva, hija única de los italianos Geovanny y Jean Carló Montalva, nacida para ser la hija perfecta, él único problema fue que ella nunca quiso ser esa niña perfecta. Entro a la casa poniendo su mejor sonrisa, escuchando una voz extraña junto con la voces de sus padres, miró las escaleras y quiso correr como si su vida dependiera de ello. Y dependía.
—Escuche la puerta —murmuraba la señora Montalva caminando hacía ella —, seguro ya llego Ivette y estará feliz de verte.
Con caminar seguro y barbilla al frente, la sonrisa en su rostro solo reflejaba el gozo de saber que ya tenía propuesta de matrimonio para su adorada hija. No es que no la quisiera, en realidad era todo lo contrario, la quería tanto que el único modo de lograr su felicidad era consiguiéndola por ella, con sus reglas y sus medios. Ya Ivette, de seguro, estaría agradecída de que le allá arreglado todo sin siquiera preguntarle.
—Hola —murmuro Ivette, la sonrisa en su rostro se hizo gigantesca, sin duda más tarde le iban a dar una buena charla sobre llevar paraguas y usar chófer.
—¿Qué te paso? —pregunto Jean Carló caminando hacia ella y fulminándola a la vez.
—Estaba en la tienda y de camino hacia acá empezó a llover.
—¿No podías esperar? —Geovanny se negaba a creer que esa fuera su hija. La hija que con tanto esfuerzo había criado para ese momento y sólo para ese momento y lo estaba echando a perder.
—Dijiste que me querías aquí puntual. Relámpaguee, venga un Tsunami o se abra la tierra —Enumeró Ivette con sus dedos —, así que no. No podía esperar.
—No lo dije literal —refutó su madre con peor humor cada vez.
Ivette se encogió de hombros y subió las escaleras que la llevaron a su habitación en la segunda planta, sin siquiera mirar al hombre que se encontraba detrás de su padre.
—¡Maldición! —siseo cerrando la puerta tras de si. Otro chico del que iba a tener que deshacerse sin que sus padres se enteraran.
Geovanny mantenía la sonrisa en su rostro contando los minutos para que Ivette bajara a cenar con el lindo vestido morado que había dejado sobre su cama. El vestido era perfecto, desde su largo que estaba sobre las rodillas hasta el leve escote que de seguro la haría parecer una mujer sofisticada sin dañar su imagen. "Sí", pensó Geovanny, "sencillamente perfecto".
De padres inmigrantes y una niñez dura; Geovanny había luchado con uñas y dientes para mantenerse lejos de los problemas pero cerca de lo beneficios, nunca le importó ensuciar a sus allegados para salir a flote. Justo en ese momento de lo único que se arrepentía era de haber caído en las garras de Jean Carló.
Guapo hasta las orejas, «el chico malo» que todas deseaban, incluyéndola. Se hizo notar, su pelo rubio, labios carnosos, piernas de envidia y cintura de avispa le permitían obtener a cualquier chico en cualquier momento y esté no sería la excepción. Definitivamente no lo fue. Ella lo atrajo a sus garras sin saber que solo estaba cayendo en las de él.
—Buenas noches —La suave voz de Ivette lleno la sala. Pelo castaño y ojos oscuros, todo lo opuesto a su femenina y dulce madre. El vestido morado era cómodo, tan cómodo que decidió ponérselo, su madre tenía buen gusto y evitar otra discusión era vital en esos momentos.
Una sombra junto a la ventana se movió al escuchar su voz, solo dio media vuelta y la miro. El pelo húmedo caía sobre sus hombros, era como ver dos personas en una. Hora antes en jeans y la camiseta pegada al cuerpo y ahora en vestido y zapatillas. No se decidía de como la prefería pero sin duda alguna, en ambas maneras sería una fiera.
—¿Cenamos?
El olor a comida revolvió el estómago de Ivette recordándole que no había comido nada en la tarde. Saludo con la cabeza al hombre cerca de la ventana y siguió de largo justo como lo había hecho anteriormente. No quería ser mal educada, tampoco quería crearle falsas ilusiones. Al igual que los demás, sería despedido por ella misma esa noche o en una semana lo más largo sería un mes, en definitiva le diría adiós y punto.
Se dirigieron al comedor en silencio. Jean Carló en la silla principal seguido del invitado a su izquierda, Ivette a la derecha y Geovanny al frente. Jean Carló miro a su esposa disimuladamente mientras ella daba instrucciones, sintió lo mismo que cuando la vio por primera vez, el deseo corriéndole de pies a cabezas y creando una necesidad asfixiante de hacerla suya, veintiséis años y una hija no había calmado eso. Por leves segundos el futuro bloqueo sus pensamientos y pensó en su hija: Fiera, inteligente y muy liberal, siempre supo de que las decisiones que tomaran a sus espalda no serían bien recibidas, igual, eso no impidió que le buscarán el pretendiente perfecto. Ella tendría que aceptarlo, le gustará o no.