—¿Estás bien?
La voz de Steve me sacó del trance. Seguíamos en la iglesia. La mayoría ya se había ido. El coro guardaba partituras, los niños corrían entre bancas, y el pastor hablaba con mis padres. Pero yo tenía la mirada clavada en la banca del fondo. En ella.
—Te quedaste pálida —insistió Steve—. ¿Tuviste… otra visión?
No respondí. Si abría la boca, temía decir algo que le diera forma al miedo que llevábamos intentando ignorar desde aquella noche en el circo.
—¡Ey! —dijo Percy, acercándose con su sonrisa torpe habitual—. ¿Dónde estaban ayer? Los buscamos todo el día. Después de… bueno, después del circo, ustedes desaparecieron.
—Sí —añadió Natali, con el ceño fruncido—. Ni una llamada. Pensamos que les había pasado algo. Otra vez.
—Estuvimos en la cabaña —respondí—. La de los abuelos de Steve. Necesitábamos… tiempo. Respirar.
Javier cruzó los brazos. Más frío que de costumbre.
—Nos dejaron solos. La chica no habla, la policía no cree nada y nadie recuerda haber visto ese circo. Como si nunca hubiese existido.
—Lo vieron —murmuró Percy—. Solo que no recuerdan. O no quieren recordar.
Guardamos silencio.
—¿Ella ha dicho algo? —pregunté, señalando con la mirada a la figura sentada sola, inmóvil.
—Nada —contestó Natali—. Solo canta canciones raras. Y escribe cosas en el aire, como si tratara de decirnos algo. Pero no sabemos qué.
Me levanté.
—Necesito hablar con ella.
—¿Estás segura? —preguntó Steve, bajando la voz.
Claro que no estaba segura. Pero tenía que hacerlo.
—Dale, Mariana —me dije internamente—. Solo es una conversación. Solo es una chica que estuvo encerrada con psicópatas por quién sabe cuánto tiempo… ¿Qué puede salir mal?
—¿Puedes dejar de hablarme así? —pensé, refunfuñando mentalmente.
—Soy tú —respondió mi conciencia sarcástica—. Esa vocecita brillante que sobrevive gracias a los nervios, la ansiedad y tu necesidad de meterte donde nadie te llama.
Tragué saliva. Caminé hacia ella.
La chica apenas giró el rostro al verme acercar. Sus ojos eran pozos vacíos.
—Hola... —dije—. ¿Puedo...?
—Ya estás aquí —respondió con voz hueca—. Supongo que sí.
Súper cómoda la cosa. Tranquilamente me podía desmayar.
—¿Cómo te sientes?
—Respirando.
—¿Quieres hablar?
—No.
Ok. Va genial. ¿Verdad que sí, conciencia?
—Te dije que no era buena idea —rió dentro de mí—. Pero tú con tu “sanar el alma”. Te falta café. Y sentido común.
—Cuando dijiste que “era un experimento”… ¿te referías al circo? ¿A lo que hicieron con nosotros?
Ella giró lentamente. Me miró como si pudiera verme por dentro.
—Ellos no querían asustarlos. Querían ver si sobrevivían. Cada sobre era una reacción. Cada miedo, una prueba. Y tú, Mariana...
—¿Yo qué?
—Tú fuiste la excepción. El error. La variable que no calcularon.
Mi conciencia chilló:
—¡¿EXCEPCIÓN?! ¡¿ERROR?! ¿Qué eres, un glitch de película de terror?! ¡HUYE!
Pero yo me quedé.
—¿Qué más sabes?
Ella bajó la mirada.
—Alguien cercano a ti… ya fue parte del circo antes.
Mi piel se heló.
—¿Quién?
—No lo sé. Pero lo verás. Tarde o temprano... lo verás.
Se levantó, y antes de que pudiera decir algo más, caminó hacia la puerta del fondo. Justo antes de salir, se giró un instante:
—El segundo acto ya empezó. Y ustedes... aún no lo saben.
Desapareció.
Me quedé allí, sintiendo cómo el corazón me golpeaba dentro del pecho. El silencio que quedó fue casi sagrado.
Steve se acercó. Me tomó la mano.
—¿Qué dijo?
Lo miré.
—Uno de nosotros estuvo con ellos. Y esto… esto no ha terminado.
—¿Crees que alguien más escapó del otro lado?
Negué.
—No escapó. Vino. Con nosotros. Pero no para ayudarnos.
Percy se acercó, pálido.
—¿Y si… fue uno de nosotros?
No pude responderle.
Solo escuché el eco de su advertencia.
"El segundo acto ya empezó."
Y esta vez, no pienso quedarme callada.