La mañana siguiente llegó como un suspiro luego del torbellino de emociones. Dormimos lo justo, y si no fuera porque Percy roncaba como oso convertido al evangelio, hubiera soñado con Steve abrazándome en una nube.
Estábamos en el bosque, tomando un respiro antes de la misión que nos esperaba por la noche. Percy se había encargado de armar un desayuno con pan, queso, fruta y café… aunque se comió como la mitad antes de que llegáramos.
—Comer en tiempos de guerra también es un acto de fe —dijo, con miga en la barba.
Estábamos todos: Steve, Natali, Javier, Percy, Sara, Alberto y David. Sentados en troncos o sobre mantas, parecía un campamento post-apocalíptico versión cristiana.
Steve se sentó a mi lado, con ese suéter negro que me encantaba.
—¿Dormiste bien? —me preguntó, acariciando mi cabello.
—Sí, soñé contigo. Pero no fue romántico. Estabas peleando con una ardilla y perdías —respondí con una risita.
—¡Qué falta de respeto hacia mi dignidad varonil!
Me reí y le di un beso en la mejilla. Él sonrió.
“Su sonrisa es la razón por la que creo que el cielo nos da más de lo que merecemos,” pensé.
—
Javier y Natali estaban sentados frente a nosotros. Él le sostenía la mano, y ella recostaba la cabeza en su hombro. Verlos juntos me llenaba el pecho de mariposas y al mismo tiempo, un nudo en la garganta.
Porque había una sombra sobre todo esto.
Javier…
Yo ya lo sabía. No cómo, ni cuándo. Pero lo había sentido. En sueños. En visiones. En esas cosas que a veces Dios me muestra cuando menos lo espero.
—¿Estás bien? —me preguntó Steve al notar que bajaba la mirada.
—Sí. Es solo que… me doy cuenta de cuánto valoro tenerlos. Y cuánto me duele pensar que algún día no los tendré.
Steve entrelazó su mano con la mía.
—Dios está con nosotros. En lo dulce y en la guerra. No estamos solos, Mari. Nunca lo hemos estado.
Me besó la frente. Ese beso fue como un himno. Como cuando escuchas “Eres mi respirar” y te tiembla el alma.
"¡Este hombre es mi Salmo 23 con piernas! Lo amo. ¡Gloria!"
—
Alberto se acercó con dos tazas de café. Me ofreció una.
—¿Gustas?
—Gracias —dije amablemente.
Steve lo miró fijo.
Alberto se quedó de pie junto a nosotros, y luego soltó:
—¿Alguna vez pensaste que alguien más podía verte… antes de que fueras parte de todo esto?
Lo miré, algo confundida.
—No entiendo.
—Digo que… si alguien más te hubiera conocido antes de que fueras la chica valiente del circo. ¿Te habrías fijado en él?
Steve se aclaró la garganta, calmado, pero con fuego en la mirada.
—Ella no ve hacia atrás —dijo él—. Porque sabe a dónde va. Y con quién.
"¡Amén! ¡Predica, mi apóstol de los besos legales!"
Alberto sonrió con tristeza.
—Tienen suerte de haberse encontrado.
—
Mientras tanto, Sara leía una tirada de cartas a Percy (quien comía galletas mientras tanto). David observaba en silencio.
—Vas a ver cosas que te asustarán, pero no te harán daño si no lo permites —le dijo Sara.
—¿Eso dice la carta?
—No, eso me lo dijo mi abuela cuando me robé un tamal embrujado —dijo con una risita.
Percy se atragantó de la risa y se cayó del tronco.
—
Al atardecer, los siete estábamos sentados, rodeados de árboles y viento, como si estuviéramos en el centro de algo grande. Porque lo estábamos.
Natali se levantó y tomó la palabra.
—Hoy no vamos a pelear. Hoy solo vamos a recordar por qué lo hacemos. Porque amamos. Porque creemos. Porque no estamos solos.
Javier la miró como si fuera la luz misma. Y yo…
Yo sabía que los próximos días cambiarían todo.
Pero por ahora, estábamos juntos. Y eso era más que suficiente.