Todo estaba oscuro. Ni siquiera la luna se había dignado a acompañarnos. Era como si el cielo también temiera lo que estaba a punto de ocurrir.
Sara nos había guiado hasta la entrada del viejo túnel del circo abandonado. Ella decía que allí estarían los libros y artefactos que podrían romper el pacto que el circo maldito hizo con lo oculto. El aire olía a polvo, a miedo… y a historia que nunca debió contarse.
Estábamos todos. Steve, Javier, Natali, Percy, Sara, Alberto, David… y yo. Con mi corazón temblando, pero mi fe firme.
"Señor, si me llevas por valle de sombra, al menos que Steve no me suelte la mano. Porque si este es el fin, quiero que mi yugo esté conmigo hasta el último amén."
Steve me sostuvo la mano con fuerza mientras avanzábamos con linternas mágicas hechas por David.
—Listos, pero sin perder la cabeza —dijo Percy—. Porque el último que se desmayó fui yo y no fue bonito. Mi dignidad aún está en recuperación.
—¿Y por qué huele a galleta? —preguntó Javier, frunciendo el ceño.
—Tal vez porque Percy se trajo un paquete entero —respondió Natali, cruzada de brazos—. ¿En serio, Percy?
—¡Nunca se sabe cuándo tendrás que sobornar a un ente del inframundo con una chispita! —respondió él.
Reímos. Sí, en medio del peligro. Porque ese era nuestro estilo.
—
El túnel tenía puertas ocultas. Laberintos. Voces. Sí, voces. Como lamentos arrastrados por el eco. Sara las ignoraba con serenidad. David iba más serio que nunca.
Llegamos a una sala con símbolos extraños grabados en el suelo.
—Aquí es —dijo Sara—. Aquí enterraron la caja de madera negra con el primer sello.
—¿Cómo la abrimos? —preguntó Javier.
David se agachó y puso su mano sobre el centro.
—Esto requiere sangre. Y coraje.
Y por un momento, todo se detuvo. Hasta que una grieta se abrió con un sonido gutural que nos erizó la piel.
BOOM.
De pronto, algo cayó del techo. ¡Una criatura! No era humana. No era animal. Era una sombra sólida, con ojos rojos y zarpas negras.
—¡CORRAN! —grité, mientras retrocedíamos.
Steve me cubrió. Percy lanzó una piedra. Sara dibujó un círculo con sal y oró en un idioma que no entendí.
Pero fue Javier…
Él fue el que se lanzó de frente, con su linterna mágica y una vara con símbolos.
—¡NO LOS TOQUEN! ¡SÓLO UNOS SEGUNDOS MÁS!
Él se volvió una muralla humana.
La criatura intentó pasar… pero no pudo. Y gracias a eso, la caja se selló sola.
Minutos después, en el bosque, respirábamos agitados. Javier estaba sentado, sudando, riendo. Natali lo abrazó como si fuera la última vez.
—¡Eres un loco! —le gritó, entre lágrimas.
—Pero estoy vivo… por ahora —respondió él, con una sonrisa torcida.
Me acerqué a él y le di un abrazo.
—Javier… gracias.
—Gracias a ustedes por hacer que mi vida tenga sentido. Aunque sea en locuras cristianas con monstruos, pan y Percy.
"Este hombre es una mezcla entre Pedro valiente y Juan romántico. Diosito… no te lo lleves tan pronto, ¿sí?"
Al volver al refugio, Steve me abrazó.
—Dios nos protegió hoy. Pero tengo miedo de lo que viene.
—Yo también —susurré, pegando mi frente a la suya—. Pero si nos tomamos de Él… y de nosotros… entonces todo valdrá la pena.
Y me besó. Un beso profundo. Lleno de vida, de amor y de oración muda. Como si me dijera: “Si el mundo se cae, yo seguiré orando por ti entre los escombros.”