Las misiones conllevan riesgos. Lo sabíamos. Pero nunca pensamos que dolería tanto.
Nunca pensamos que Dios pediría tanto.
Después de Javier, todos estábamos en silencio, como si el mundo se hubiera vuelto más frágil.
Pero Natali… ella seguía sonriendo.
Sonreía aunque le temblaban las manos.
Sonreía aunque ya no comía.
Sonreía… aunque estaba rota.
Ese día, nos tocaba destruir el talismán final del circo maldito.
Sara nos advirtió: “Si lo destruyen, el circo desaparecerá... pero cobrará un alma”.
Y Natali, sin decir nada… miró al cielo.
Y sonrió.
En el bosque, justo en la entrada del circo, todo era niebla.
David y Sara guiaban el camino. Percy cargaba equipo. Steve me tomaba la mano.
Y Natali caminaba adelante. Sola. Como si algo la llamara.
—Natali —le grité—. ¡Espera!
Se detuvo, pero no se giró.
Solo dijo:
—No dejes que me vean débil.
—¿Qué?
Se volvió. Sus ojos estaban llorosos, pero firmes.
—Si algo pasa… no me recuerden por mi muerte. Recuérdenme bailando con Javier, llorando de risa con ustedes, cantando como si el cielo me escuchara.
Yo la abracé con fuerza. La sentí temblar.
Y ella me susurró:
—Mariana, ya me siento cansada. No me queda mucho… pero aún puedo darlo todo.
Entramos.
El talismán estaba en el centro del circo, sobre una tarima negra.
Pulsaba como si tuviera un corazón.
Y entonces pasó.
Una sombra, enorme, monstruosa, surgió del talismán.
Corrimos. Luchamos. Gritamos. Oramos.
Pero Natali se quedó.
—¡Natali, sal de ahí! —grité.
Steve intentó ir por ella, pero fue Sara quien lo detuvo.
—¡Es ella! ¡Fue elegida! ¡El talismán la llamó!
—¡Noooo!
Y entonces Natali volteó. Me sonrió.
Y dijo:
—Ahora podré estar con él…
—¡NATALI, NO CIERRES LOS OJOS! —grité.
Pero ya los había cerrado.
La sombra la envolvió como humo.
Su cuerpo se elevó, comenzó a brillar. Como si su alma misma estuviera siendo absorbida.
—¡NOOOOOO!
—¡NATALI!
—¡MARIANA! —gritó Percy, tratando de detenerme.
Caí de rodillas, sin poder respirar.
—No puede ser… no puede ser… Dios, ¡no me la quites también!
Y entonces…
La sombra estalló.
Una ráfaga de luz llenó el circo.
Todo se derrumbó.
El talismán desapareció.
Pero ella…
Ella también.
Solo quedó una bufanda azul en el suelo.
La que Javier le regaló cuando empezaron a salir.
La tomé con manos temblorosas.
Y grité.
Grité como nunca antes.
"Me siento vacía. Como si me hubieran arrancado el alma. No me queda fuerza. No me queda fe. Solo me queda dolor."
—
El funeral fue peor.
La mamá de Natali gritaba en la iglesia.
El papá estaba en silencio, con la cabeza contra la cruz.
La hermanita de Javier sostenía la foto de Natali y lloraba, diciendo: “¿Ella también se fue al cielo con Javi?”
Y Steve…
Steve no me soltaba.
Ni un segundo.
Sabía que si me soltaba, me rompería.
Y luego... como si no fuera suficiente, como si alguien disfrutara torturarnos… Alberto se acercó.
—Lo siento mucho —dijo, y me abrazó sin permiso.
Yo lo empujé con rabia.
—¿Qué haces?
—Solo quiero que sepas que estoy contigo…
—¡Tú no entiendes nada! ¡Tú no eres Steve! ¡Tú no eras parte de nuestro corazón! ¡Vete!
Y ahí, entre lágrimas, lo vi.
Todos los que amamos a Natali llorando.
Todos destruidos.
Como si hubiéramos perdido la esperanza misma.