La noche era fría.
Pero mis pensamientos estaban aún más helados.
Estábamos en casa.
Mi mamá dormía. Percy también.
Y yo simplemente no podía cerrar los ojos.
Extrañaba a Natali.
Sentía que, si dormía… ella se borraría un poco más de mi memoria.
—¿Estás despierta? —Steve apareció en la puerta de mi cuarto, con esa voz bajita que me mata.
Asentí sin hablar.
Él se acercó, se sentó en el borde de la cama y me tomó la mano.
—¿Te puedo abrazar?
—Siempre —le dije.
Y fue como si en ese segundo… el mundo se callara.
Él se recostó a mi lado, y yo me giré para abrazarlo fuerte. Puse mi cabeza en su pecho, escuchando su corazón.
Ese sonido me calmaba como una canción.
Como si fuera la única música que mi alma podía soportar.
—Te amo —susurró.
—Yo también, Steve. Más de lo que crees.
Nos miramos.
Y supe que necesitaba ese beso.
No uno cualquiera.
Uno que me dijera “no estás sola”.
Uno que me prometiera que, aunque el mundo se rompiera en mil pedazos, él iba a estar ahí recogiendo los restos conmigo.
Y así fue.
Nos besamos.
Despacito.
Con ternura.
Con esa paz que solo el verdadero amor da.
Y cuando me acarició el rostro, sus dedos rozando mi mejilla como si tuviera miedo de lastimarme, me tembló todo por dentro.
—Eres mi regalo, Mariana. A veces me siento tan indigno de ti…
—Steve —le interrumpí, tocando su pecho—, tú eres mi estándar. Si tú no existieras, yo estaría perdida.
Se quedó en silencio.
Pero sus ojos hablaban.
Me miraban como si yo fuera su universo entero.
Nos quedamos así, abrazados, respirando el uno al otro.
Y por primera vez desde la muerte de Natali… me dormí sin miedo.
"Me enamoré del chico que ora conmigo, que no me deja llorar sola, que conoce mis peores miedos… y aún así, me mira como si yo fuera lo más valioso del mundo. Steve… gracias por existir."