“Cuando algo te duele mucho, lo entierras. Pero llega un día… en que eso empieza a gritar desde adentro.”
Desperté con el corazón latiendo como si hubiese corrido una maratón en sueños. No sabía si fue por el recuerdo de Natali o porque últimamente… algo me susurraba al oído. Literal. Sentía voces. Voces que solo yo escuchaba.
Steve seguía dormido en la otra habitación.
Y no voy a mentir… me levanté despacito, como en esas películas donde la protagonista hace cosas estúpidas sola.
Sí, Mariana la valiente, también es Mariana la imprudente.
Me encontré con Percy en la cocina, preparando lo que él llamaba “la resurrección de los muertos”: cinco pancakes, tres tostadas con mermelada y dos cafés. Uno era mío. Me guiñó un ojo.
—Sabía que ibas a venir por café, hermana espiritual.
Javier ya no estaba. Y aunque sonreíamos, el hueco seguía ahí, invisible, latente.
Sara llegó minutos después, con un libro que parecía salido de una biblioteca antigua y maldita.
—Hoy es el día —dijo ella, con su tono dramático de “bruja buena pero misteriosa”—. Si queremos respuestas, debemos volver al sitio del circo.
—¿Otra vez? —dijo Percy con un pan en la boca—. Ya casi me da un paro la vez anterior. Y eso que estoy joven y guapo.
David apareció en la puerta.
No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, todos lo escuchábamos.
—Esta vez… va a ser más peligroso. Lo que habita allí ya sabe que ustedes existen.
Y justo en ese momento, apareció Alberto.
Sí, el sinvergüenza.
Y me miró con esa cara de “yo sé que la embarré”.
Lo ignoré olímpicamente.
No porque no sintiera rabia.
Sino porque no quería que Steve lo matara con la mirada otra vez.
(Nota mental: Steve puede ser cristiano, sí. Pero si Alberto me vuelve a besar, no respondo por mi novio.)
Ya en camino al circo, Sara nos repartió unos amuletos. Percy preguntó si uno le garantizaba “no morir dramáticamente”.
—No. Ese no existe —le dijo ella.
—Entonces no sirve —respondió él, abrazando su mochila llena de comida.
Nos dividimos en dos grupos:
Steve, Sara, Percy y yo por un lado.
David y Alberto (con cara de exiliado) por el otro.
El circo estaba aún más extraño. Los colores de las carpas se habían desvanecido y un murmullo recorría el aire.
Como si los muertos nos observaran.
Y entonces la escuché.
La voz.
La de Natali.
"No cierres los ojos, Mariana."
Me detuve en seco.
—¿La escucharon? —pregunté, mirando a todos.
Steve me miró preocupado.
—No escuché nada… pero tu cara dice que fue real.
Sentí el pecho apretarse.
David se acercó, con los ojos entrecerrados.
—No es ella. Es una trampa. Lo hacen para distraerte… para que uno baje la guardia.
Percy murmuró:
—Esto cada vez se parece más a esas películas donde todos mueren antes del final.
Steve tomó mi mano.
—No estás sola. Ni hoy, ni mañana. ¿Ok?
Y en ese momento, me giré y lo abracé.
Fuerte.
Como si el mundo se fuera a romper otra vez.
“Nos queda poco tiempo. Y mi corazón ya no sabe si aguantar tanta muerte… o tanta vida a su lado. Steve, no me dejes.”