“Uno nunca espera que el traidor sea aquel que caminó a tu lado, en silencio.”
La noche ya había caído como un telón espeso cuando volvimos al corazón del circo maldito. La tierra estaba húmeda, el aire pesado, y los murmullos… más intensos. Era como si algo estuviera esperando.
Steve caminaba delante de mí, con su varita —digo, linterna— encendida, cuidando cada paso que yo daba. Su espalda era mi refugio.
El escudo que Dios me puso cuando mi alma aún no sabía protegerse sola.
Percy iba con Sara, repasando cada símbolo extraño que aparecía en las paredes de las carpas. Alberto —el descarado— seguía a distancia, sabiendo que un paso más cerca mío y probablemente sería “expulsado del plan de salvación” por Steve.
David… estaba callado.
Demasiado callado.
Y no lo notamos.
Entramos a una especie de sala circular, con cortinas negras y símbolos en el suelo. Había sangre seca. Cuerpos ya podridos, restos de maldad.
David nos dijo que eso era “parte del sacrificio que hacía el líder del circo”.
Pero ahora me doy cuenta…
Él hablaba con demasiada precisión.
Con demasiada familiaridad.
Steve se agachó para revisar uno de los símbolos.
Y ahí fue.
El sonido del metal, el crujir de la traición.
¡CHAK!
David lo apuñaló por la espalda.
—¡STEVE! —grité, corriendo hacia él mientras mi mundo se congelaba.
Todo se volvió lento.
Vi su cuerpo tambalear.
La sangre brotar.
Su rostro… confundido. No de dolor. De decepción.
—¿Por qué? —susurró Steve, cayendo de rodillas.
Y yo corrí. Como si mi alma ardiera. Como si Dios mismo me hubiese lanzado hacia él con alas.
Lo sostuve en mis brazos.
Su sangre manchaba mi blusa. Su pecho se movía, débil. Pero se movía.
“No. No, no, no. Tú no. A ti no te puedes ir. ¡Eres mi yugo, mi otra mitad! ¡Mi bendición con rizos y voz suave! ¡NO!”
David nos miró… y sonrió.
—Él debía morir. Ustedes no entienden el poder que guardan. Pero lo entenderán… cuando estén solos.
Y desapareció. Como si se hubiese tragado la tierra.
Sara, furiosa, lanzó un hechizo que hizo estallar las cortinas. Percy gritaba órdenes. Alberto por primera vez sirvió de algo y ayudó a Sara a detener la hemorragia de Steve.
Yo solo lloraba.
—Quédate conmigo, Steve. Quédate. Prometiste orar conmigo cada noche. Prometiste esperarme en el altar. Prometiste que íbamos a vencer esto juntos…
Él me miró. Ojos entrecerrados. Pero aún… aún con luz.
—Estoy aquí, amor… No me voy. Dios no ha terminado conmigo aún.
Y lloré más.
Más que con Javier.
Más que con Natali.
Porque Steve era mi mundo. Y esa noche casi lo perdía.