“Cuando tocas lo que Dios me dio, despiertas al fuego que Él mismo me sembró.”
El amanecer no llegó.
O al menos no lo vi.
Todo era rojo, como si el cielo hubiese sangrado junto a Steve.
Estaba en una camilla improvisada. Percy y Sara lo habían estabilizado. Su respiración seguía siendo lenta, pero constante.
Y yo…
Yo estaba sentada al lado, con la cabeza sobre su pecho, escuchando su corazón como quien escucha una promesa.
—No puedes dejarme —susurré por enésima vez—. No después de todo.
“Me besaste la frente en cada batalla. Me abrazaste en cada tormenta. Me leíste la Biblia cuando no podía ni pensar. Eres mi Steve, mi estándar celestial. Si te vas, me muero también.”
Pero no podía quedarme ahí.
No ahora.
David se había metido con el regalo de Dios.
Me levanté. Mis manos temblaban. Mis ojos estaban secos, porque ya no quedaban lágrimas, solo rabia.
—Lo vamos a encontrar —dijo Percy, con la voz más seria que le había escuchado jamás—. No sé cómo, pero lo haremos. Sara tiene visiones. Yo tengo mapas. Y tú, Mariana…
Me miró.
—Tú tienes fe. Y eso arde más fuerte que cualquier fuego.
Vanessa apareció con información. La carpa del conjuro final se abriría esa noche. David estaba reuniendo almas para un último ritual, uno que lo haría inmortal.
O eso creía él.
Porque no contaba con que el equipo “post-traumado, pero bíblicamente respaldado” lo iba a enfrentar.
Nos reunimos todos: Percy, Sara, Alberto (que aún quería redención y a mí —cosa que no iba a pasar jamás), Vanessa… y yo.
Steve dormía. Y antes de irme, me acerqué.
Le besé la mano.
—Tú me salvaste. Ahora me toca a mí.
Entramos al corazón del circo esa noche.
Todo estaba iluminado por velas negras. Los símbolos brillaban con sangre. Y David… nos esperaba.
—¿Creyeron que podrían detener lo inevitable? —nos gritó—. ¡Javier fue el principio! ¡Natali fue la advertencia! ¡Steve el castigo! ¡Y ustedes… el final!
Yo avancé.
Ni miedo. Ni temblor.
Solo fuego.
—Tú tocaste al ungido, David. Y eso no te lo va a perdonar ni el infierno.
David se rió.
Pero entonces Sara levantó su bastón y gritó algo en un idioma antiguo.
Las velas explotaron.
Percy arrojó polvo de sal.
Y yo, Mariana de los Ángeles saqué la Biblia que Javier me regaló antes de morir y la levanté como espada.
—Este lugar será limpio. Este mal será cortado. ¡En el nombre de Jesús!
Un viento tremendo nos cubrió.
Y entonces David gritó.
Se retorcía.
Sara cayó al suelo, sangrando de la nariz.
Alberto comenzó a temblar.
—¡Sigue, Mariana! —gritó Percy— ¡No pares!
Y yo grité.
Con todo.
—¡TE ORDENO QUE TE CAIGAS, DAVID! ¡DIOS YA GANÓ ESTA GUERRA!
Una luz blanca nos cubrió.
Y entonces, silencio.
David desapareció. Solo quedó ceniza.
Caí de rodillas.
Percy me sostuvo.
Sara lloraba.
Y en mi pecho, sentí algo.
Una chispa.
Una promesa.
Volví corriendo al refugio.
Steve estaba despierto. Pálido. Pero vivo.
—Mariana… —susurró—, sabía que volverías.
Y me lancé a sus brazos.
—Nunca me iría, Steve. Nunca.