“Por la fe cayeron los muros de Jericó, después de rodearlos siete días.” – Hebreos 11:30
Steve dormía.
No profundamente, pero suficiente para que yo pudiera mirarlo sin que me dijera cosas como: “¿Por qué tienes esa cara de enamorada nivel Salmos?”
“Ay, Señor, este hombre me mira una vez y me derriten las rodillas como mantequilla en sartén. ¿Cómo esperas que me concentre en la guerra espiritual si tengo a Salomón versión 2025 acostado en esa camilla?”
Me levanté y fui al otro cuarto, donde todos estaban reunidos.
Percy comía donas como si no hubiera un mañana (como siempre), Alberto intentaba acercarse y yo lo esquivé como quien esquiva tentaciones, y Sara tenía su cuaderno lleno de símbolos y dibujos que yo no entendía, pero ella decía que tenían sentido, así que confiaba.
—Tenemos que entrar al “Domus Nox” —dijo Sara—. Es la carpa negra. La final. Solo se abrirá cuando demos siete vueltas al terreno maldito.
—¿Cómo los muros de Jericó? —pregunté, ya viendo la referencia bíblica clarita como el agua.
—Exacto —confirmó Percy—. Siete vueltas. En silencio. Y a la séptima… gritamos.
—¿Y si nos matan en la primera? —preguntó Alberto.
Lo miré con esa cara que decía “tú cállate, no hables si vas a besar a novias ajenas”.
—
Empezamos al anochecer.
La primera vuelta fue densa. La tierra misma parecía rechazar nuestros pasos.
La segunda… escuchamos susurros. Voces de los que murieron ahí. Natali. Javier.
Mi corazón apretó.
Tercera vuelta.
Pensé en Steve.
Pensé en cómo me miró cuando me dijo “Dios tiene planes grandes contigo, incluso si yo no estoy ahí”.
—No digas eso —le dije esa noche—. Estás en todos los planes de Dios para mí.
Cuarta vuelta.
El suelo crujía. Los árboles lloraban savia negra.
Sara empezó a temblar. Vanessa la sostuvo.
Quinta vuelta.
Alberto resbaló. Percy lo sostuvo de una oreja y le dijo:
—O te enderezas o te dejo aquí con los demonios.
“Amén, Percy. Orando fuerte, pero disciplinando más fuerte.”
Sexta vuelta.
Escuchamos risas.
Eran los demonios burlándose.
—¿Qué creen que lograrán con su fe ridícula?
—¿No ven que los muertos no regresan?
Y yo… yo recordé el día que Javier nos dijo:
—Dios no me salvó para dejarme a medias. Yo peleo hasta el último día.
Y entonces… llegó la séptima vuelta.
No dijimos nada. Solo nos miramos.
Levanté la Biblia.
Sara levantó su bastón.
Percy levantó su Biblia.
Y todos… GRITAMOS.
—¡CAIGAN LOS MUROS! —grité—
—¡POR LA FE! —gritó Percy.
—¡EN EL NOMBRE DE JESÚS! —gritaron todos.
Y las paredes de oscuridad… ¡se rompieron como vidrio estrellado!
Una luz celestial cayó sobre nosotros. Las voces cesaron.
El aire se limpió.
La carpa negra se abrió como un corazón que por fin se arrepiente.
Y allí, dentro, estaba lo que faltaba.
El origen del mal.
Y la última batalla.
Regresamos con Steve esa noche.
Se estaba levantando por su cuenta, porque es así de necio y perfecto.
Me abrazó con una fuerza suave.
—¿Lo hiciste?
—Hicimos. Lo hicimos todos.
Me miró.
Sus ojos eran los de siempre, pero más decididos.
—Vamos a acabar esto, mi amor.
—Y vamos a salir vivos —le respondí—. En el nombre del Señor.