“Vuelve, hija mía, vuelve, para que podamos mirarnos...” – Cantares 6:13
No sabía cuánto extrañaba a mi mamá hasta que abrí la puerta de la casa y la vi llorando.
Estaba en la cocina, de espaldas, revolviendo algo. Y cuando escuchó la puerta, se volteó como si su corazón la hubiera llamado.
—¡Mariana! —gritó con la voz quebrada.
Corrí a sus brazos.
Y ahí, entre lágrimas, supe que no importa cuántos demonios enfrentes, cuántas carpas malditas quemes o cuántos muros derribes… nada se compara con el abrazo de una madre que oró por ti cada noche.
—Estás tan delgada —me dijo acariciándome el rostro.
—Tú también, mamá. ¿Has comido? ¿O has estado ayunando por mí?
—¿Qué crees tú? —me preguntó alzando una ceja.
“Confirmado: el verdadero ayuno de poder es el de mamá intercesora con Biblia abierta en Salmos 91.”
Nos sentamos en la mesa. Le conté todo.
Sin adornos. Sin ediciones.
Javier, Natali, Steve herido. David traidor. El circo. Los susurros. Las vueltas. La guerra espiritual.
Ella escuchaba en silencio. Apretaba fuerte la cruz de su collar.
—Sabes, hija —me dijo al final—, tú estás cumpliendo el propósito de Dios.
Y no hay nada más bello y más doloroso que eso.
—Mamá, a veces siento que… que me va a quebrar.
Ella tomó mi cara entre sus manos, como cuando era niña.
—El oro se prueba en el fuego, mi amor. Pero no te vas a quebrar. Te estás formando.
Lloré. Como niña. Como guerrera cansada.
Más tarde, en el cuarto de invitados, Sara miraba una Biblia que mamá le había regalado. Estaba sentada en la cama, con una expresión extraña en el rostro.
—¿Sabes lo que estás haciendo? —le pregunté, sentándome junto a ella.
—Estoy intentando entender por qué ustedes no se han rendido.
Ni tú. Ni Steve. Ni Percy. Ni siquiera cuando murió tu amiga.
—Porque no peleamos con nuestras fuerzas, Sara —le respondí—.
Dios pelea por nosotros. Nosotros solo caminamos alrededor de los muros, como en Jericó.
Ella bajó la mirada.
—Nunca sentí que alguien peleara por mí.
—Dios ya lo hizo —le susurré—. En la cruz.
Y sigue peleando cada vez que tú das un paso hacia la luz.
Sara tragó saliva. Le brillaban los ojos.
—¿Tú crees que Dios pueda… perdonar a alguien que ha leído cosas oscuras? Que ha invocado cosas feas…
Le tomé la mano.
—“Aunque tus pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos.” —le dije, recordando Isaías 1:18.
Ella cerró los ojos.
No dijo que creía.
Pero tampoco se soltó de mi mano.
Y eso… para mí fue suficiente.
Esa noche oré con mi mamá.
Oramos por los que quedábamos vivos.
Por los que se fueron.
Por el corazón de Sara.
Y por la batalla final.
—Señor —dije, con la frente en el suelo—, si me vas a usar… úsame completa. Aunque duela. Aunque me quiebre. Que se note que fui tuya en medio del infierno.
Y el silencio que siguió… se sintió como un "Amén" bajado del cielo.